sábado, 29 de mayo de 2021

Última palabra

 

El clima se había vuelto estéril. Las lluvias eran una anestesia barata. No tenía ninguna respuesta clara. El cité poco a poco se iba vaciando y yo era de las últimas en pie. Con el estallido ya había cambiado bastante mi clientela. Muchos viajes a la periferia, en donde ni el toque de queda ni las lacrimógenas llegaban, pero las lucas eran pocas. Me obligué a gastar menos con tal que no me echaran a la calle. Iba repuntando, pero el 3 de marzo empezaron los verdaderos problemas.

El virus había infectado a varios clientes que conocía. Algunos no volvieron a hablarme, otros mandaban pantallazos de los exámenes con los “positivo” y los rechazaba; pero algunos… como todos, mentían descaradamente, lo que terminaba en puteadas mutuas y yo corriendo por subirme al Uber. ¿con quién los iba a denunciar? Nadie protegería a una puta.

Miré la cajetilla y ahí estaba, el último Pall Mall azul; la cerré. Miré por la ventana y vi a unos médicos con overoles, mascarillas y antiparras; sacaban en camilla a alguien del 408, justo frente al mío –pero cruzando el patio–, tapado con una sábana blanca. No tardó en timbrar el teléfono del casero y él sonaba más preocupado de lo normal: “Creo que nos van a clausurar, señorita Elly”. El comienzo del fin, mientras escuchaba los rociadores con desinfectante por todo el patio y el aroma colándose a mi pequeña pieza.

“¿Señorita Elly?”, escuché por el auricular, pero no pude responder. Sentí un nudo de desesperación y rabia, vaticinando los posibles futuros que se acercaban. ¿A dónde mierda podría arrancarme de esto? Durante la mañana, otros inquilinos empezaron a abandonar, por cuenta propia, el cité. Algunos de ellos conversaban entre lágrimas, mientras la mascarilla les tapaba las muecas de preocupación; iban y sacaban los muebles de quiénes se mudaban. El casero no me llamó más, suponiendo que estaba al mismo nivel de preocupación. Salí al balcón a fumarme el último cigarro.

Del 412 salió el mudo, nadie sabía su nombre. Con un gesto me pidió unas quemadas, mi cigarro iba a menos de la mitad, se lo regalé. Baboseaba bastante la boquilla. Se puso a metros de mí, con los brazos apoyados en la baranda. Día soleado, pero el sol no abrigaba; sentía poco o nada de calor desde hacía semanas. El mudo sacó su celular, escribió y me lo mostró: ¿Que vai’ a hacer con la pega? Si hay un hombre a quién podía contarle cosas, era uno que no me podría responder nunca. Hice un gesto de no tener idea, levantando mis hombros; el mudo esbozó una sonrisa.

Esa noche me costó conciliar el sueño. La incertidumbre me hacía sudar. Gemidos de dolor ahogado, sollozos entre las sábanas, la otra mitad congelada de la cama. Era la soledad que siempre quise, pero no de esta manera.

El casero me dio la noticia a la mañana siguiente, mientras mirábamos a los tipos con traje de astronauta volver a entrar. “El mudo se mató”. Cuando lo sacaban en la camilla, escuché a los tipos decir “positivo” mientras rápidamente inundaban el lugar con sus aerosoles. “Sólo queda usté”, continuó, mientras se me arrancaba la esperanza de entre los dedos. “Tendré que cerrar mañana, no puedo seguir pagando los gastos comunes por mi cuenta… Lo siento tanto señorita Elly, pero usté sabe cómo…”. Lo sabía, no era necesario que me repitieran lo que había escuchado en tantos lados y de tanta boca. Bocas llena de asquerosa lascivia y whisky barato. Vi al mudo perderse fuera del portón del cité. “¿Me contagió?”, pero me había liberado de las garras de enfermedades peores en situaciones de contacto mucho más íntimo.

Me quedaba  una opción, la más baja. Esa última mañana me duché y arreglé como si me fuera a tocar el cliente más caro. La mejor ropa que tenía: semiformal en modo pega, lista y dispuesta. El casero solo me podría decir que sí, el trueque más antiguo. No podía quedarme en la calle, no podía.

Sus dos hijos pequeños revoloteaban cerca de la caseta de entrada. Su esposa estaba con la camioneta atiborrada de muebles y mercadería, abrazándolo entre lágrimas. Los contagiados habían superado el millón a nivel nacional, me decía ella. Y el primer día que supe, recién iba en 1. Me encantaría que me abrazaran como ella a él. Me encantaría volver a ser una niña despreocupada o, al menos, a cualquier edad antes de la primera regla. Me encantaría haber tomado otras decisiones. Me encantaría.

           Para mi sorpresa, la camioneta se va sin el casero. Él los despide con lágrimas de cocodrilo. Sola en el patio del cité, lo veo cerrar el portón una vez más. El casero me mira como nunca antes lo había hecho. Su semblante había cambiado. El tipo se baja los pantalones y se asoma una diminuta erección.  Estoy listo, señorita Elly

–dice– ya no importa nada, si total ellos jamás la conocerán a usté. Quedo paralizada. Aun desnudo de la cintura para abajo, saca el celular y lo escucho llamar: “Vengan, estamos listos”.

El viejo me ahorra el trabajo de acercarme a él. Viene como una estampida hacía mí. El gas pimienta lo paraliza de inmediato, mientras me insulta como lo han hecho otros hombres. Le doy una patada donde duele, en lo que debería ser un pene. Pese a sus patadas, logro echarle gas pimienta allí mismo. El viejo grita de dolor, le lanzo toda la carga en los ojos mientras agito el aerosol con desesperación. Me voy corriendo a buscar las pilchas. Lo que sea. Una maleta aunque fuera. Todavía tenía que quitarle la llave. “¡Me tragué la llave, puta!”, lo escucho gritar desde el patio, “¡no vai’ a salir de acá, maraca culiá!”. Me desespero. Bajo al patio con un tenedor mientras aún se retuerce en el patio. Inhalo profundo antes de lograr calmarme y decir: Entonces, te la voy a tener que sacar.

Han pasado un par de horas desde el forcejeo inicial. Muchas veces había estado manchada de sangre, pero no como ahora; el tibio rojo sobre el suelo me hipnotizaba. Era un pegajoso éxtasis. Siempre quise matar algún cliente, algún ex, algún hombre. Mis manos temblaban sobre su piel pálida y rostro frío, acariciándolo. “¿Estás listo para mí?”, susurro cerca de su cabeza y frotando mi mejilla como una gata; la muerte me ponía muy coqueta. Claro, no fue fácil con un tenedor, pensé mientras apretujaba con fuerza su cabeza entre mis piernas. Algo se trizó en el interior. La sangre brota como el jugo de un tomate podrido. Sí, la llave. Sigue allí, la lancé lejos. No quería irme aún, quería disfrutar. Su celular suena. El que llamaba era un “Sargento Contreras”.

Me levanté corriendo a la caseta del viejo de mierda. Busco entre su desorden, quiero ese baúl que él siempre usaba como taburete, ese que contenía TODOS sus secretos. No tardé en entender que era un militar con ya dos décadas de retiro. Mientras estoy allí, veo por las cámaras de vigilancia los camiones con milicos estacionándose en las afueras. Me confié. ¡Estúpida! ¡Como tan Güeona!, grité desconsolada en el eco de un cité sangriento y solitario.

Los milicos golpean con las culatas, llamando por el “Coronel Oñate”. El celular sigue en silencio boca abajo. Estoy en la última habitación. El casero Oñate está separado en tres bolsas de basura. Las botas de guerra, los motores y las amenazas retumban por fuera. La puerta es arrancada con sus camiones. No podía dejar que me atraparan. No podía. Más que al virus, a esos sí que les tenía miedo.

Las servilletas con mis últimos pensamientos se acumulan en un rincón. Un rojo beso sella la última consigna sobre el papel. Los milicos apuntan a alguien gritando desde el fondo del cité, en el segundo piso. No esperan a que termine su consigna. La acribillan a balazos cuando empieza a correr hacia ellos. Elly está tendida sobre el abdomen. Está en el límite del umbral del dolor que puede aguantar consciente. La sangre tibia recorre su espalda, estómago, garganta y pulmones. Respira un oxígeno que no tiene a donde llegar.

Las botas de guerras resuenan por el cité. Algunos se acercan con cautela empuñando los rifles. Uno de ellos levanta la mano, cierra el puño y dejan de avanzar. Le clava el arma bajo el brazo y hace palanca. La mujer queda boca arriba.  Eliana Castillo estaba muerta.

Soy una conmigo.

Por fin tengo la última palabra.