El clima se había vuelto estéril. Las lluvias eran
una anestesia barata. No tenía ninguna respuesta clara. El cité poco a poco se
iba vaciando y yo era de las últimas en pie. Con el estallido ya había cambiado
bastante mi clientela. Muchos viajes a la periferia, en donde ni el toque de
queda ni las lacrimógenas llegaban, pero las lucas eran pocas. Me obligué a
gastar menos con tal que no me echaran a la calle. Iba repuntando, pero el 3 de
marzo empezaron los verdaderos problemas.
El virus había infectado a
varios clientes que conocía. Algunos no volvieron a hablarme, otros mandaban
pantallazos de los exámenes con los “positivo” y los rechazaba; pero algunos…
como todos, mentían descaradamente, lo que terminaba en puteadas mutuas y yo
corriendo por subirme al Uber. ¿con quién los iba a denunciar? Nadie protegería
a una puta.
Miré la cajetilla y ahí
estaba, el último Pall Mall azul; la cerré. Miré por la ventana y vi a unos médicos
con overoles, mascarillas y antiparras; sacaban en camilla a alguien del 408,
justo frente al mío –pero cruzando el patio–, tapado con una sábana blanca. No
tardó en timbrar el teléfono del casero y él sonaba más preocupado de lo
normal: “Creo que nos van a clausurar, señorita Elly”. El comienzo del fin,
mientras escuchaba los rociadores con desinfectante por todo el patio y el
aroma colándose a mi pequeña pieza.
“¿Señorita Elly?”, escuché
por el auricular, pero no pude responder. Sentí un nudo de desesperación y
rabia, vaticinando los posibles futuros que se acercaban. ¿A dónde mierda
podría arrancarme de esto? Durante la mañana, otros inquilinos empezaron a
abandonar, por cuenta propia, el cité. Algunos de ellos conversaban entre
lágrimas, mientras la mascarilla les tapaba las muecas de preocupación; iban y
sacaban los muebles de quiénes se mudaban. El casero no me llamó más,
suponiendo que estaba al mismo nivel de preocupación. Salí al balcón a fumarme
el último cigarro.
Del 412 salió el mudo, nadie
sabía su nombre. Con un gesto me pidió unas quemadas, mi cigarro iba a menos de
la mitad, se lo regalé. Baboseaba bastante la boquilla. Se puso a metros de mí,
con los brazos apoyados en la baranda. Día soleado, pero el sol no abrigaba;
sentía poco o nada de calor desde hacía semanas. El mudo sacó su celular,
escribió y me lo mostró: ¿Que vai’ a hacer con la pega? Si hay un hombre a
quién podía contarle cosas, era uno que no me podría responder nunca. Hice un
gesto de no tener idea, levantando mis hombros; el mudo esbozó una sonrisa.
Esa noche me costó
conciliar el sueño. La incertidumbre me hacía sudar. Gemidos de dolor ahogado,
sollozos entre las sábanas, la otra mitad congelada de la cama. Era la soledad
que siempre quise, pero no de esta manera.
El casero me dio la
noticia a la mañana siguiente, mientras mirábamos a los tipos con traje de
astronauta volver a entrar. “El mudo se mató”. Cuando lo sacaban en la camilla,
escuché a los tipos decir “positivo” mientras rápidamente inundaban el lugar
con sus aerosoles. “Sólo queda usté”, continuó, mientras se me arrancaba la
esperanza de entre los dedos. “Tendré que cerrar mañana, no puedo seguir
pagando los gastos comunes por mi cuenta… Lo siento tanto señorita Elly, pero
usté sabe cómo…”. Lo sabía, no era necesario que me repitieran lo que había
escuchado en tantos lados y de tanta boca. Bocas llena de asquerosa lascivia y
whisky barato. Vi al mudo perderse fuera del portón del cité. “¿Me contagió?”,
pero me había liberado de las garras de enfermedades peores en situaciones de
contacto mucho más íntimo.
Me quedaba una opción, la más baja. Esa última mañana me
duché y arreglé como si me fuera a tocar el cliente más caro. La mejor ropa que
tenía: semiformal en modo pega, lista y dispuesta. El casero solo me podría
decir que sí, el trueque más antiguo. No podía quedarme en la calle, no podía.
Sus dos hijos pequeños
revoloteaban cerca de la caseta de entrada. Su esposa estaba con la camioneta
atiborrada de muebles y mercadería, abrazándolo entre lágrimas. Los contagiados
habían superado el millón a nivel nacional, me decía ella. Y el primer día que
supe, recién iba en 1. Me encantaría que me abrazaran como ella a él. Me
encantaría volver a ser una niña despreocupada o, al menos, a cualquier edad
antes de la primera regla. Me encantaría haber tomado otras decisiones. Me
encantaría.
–dice– ya no importa nada, si total ellos jamás la conocerán a usté. Quedo
paralizada. Aun desnudo de la cintura para abajo, saca el celular y lo escucho
llamar: “Vengan, estamos listos”.
El viejo me ahorra el
trabajo de acercarme a él. Viene como una estampida hacía mí. El gas pimienta
lo paraliza de inmediato, mientras me insulta como lo han hecho otros hombres.
Le doy una patada donde duele, en lo que debería ser un pene. Pese a sus
patadas, logro echarle gas pimienta allí mismo. El viejo grita de dolor, le
lanzo toda la carga en los ojos mientras agito el aerosol con desesperación. Me
voy corriendo a buscar las pilchas. Lo que sea. Una maleta aunque fuera.
Todavía tenía que quitarle la llave. “¡Me tragué la llave, puta!”, lo escucho
gritar desde el patio, “¡no vai’ a salir de acá, maraca culiá!”. Me desespero.
Bajo al patio con un tenedor mientras aún se retuerce en el patio. Inhalo
profundo antes de lograr calmarme y decir: Entonces, te la voy a tener que
sacar.
Han pasado un par de horas
desde el forcejeo inicial. Muchas veces había estado manchada de sangre, pero
no como ahora; el tibio rojo sobre el suelo me hipnotizaba. Era un pegajoso éxtasis. Siempre quise matar
algún cliente, algún ex, algún hombre. Mis manos temblaban sobre su piel pálida
y rostro frío, acariciándolo. “¿Estás listo para mí?”, susurro cerca de su
cabeza y frotando mi mejilla como una gata; la muerte me ponía muy coqueta.
Claro, no fue fácil con un tenedor, pensé mientras apretujaba con fuerza su
cabeza entre mis piernas. Algo se trizó en el interior. La sangre brota como el
jugo de un tomate podrido. Sí, la llave. Sigue allí, la lancé lejos. No quería
irme aún, quería disfrutar. Su celular suena. El que llamaba era un “Sargento
Contreras”.
Me levanté corriendo a la
caseta del viejo de mierda. Busco entre su desorden, quiero ese baúl que él
siempre usaba como taburete, ese que contenía TODOS sus secretos. No tardé en entender que era un militar con
ya dos décadas de retiro. Mientras estoy allí, veo por las cámaras de
vigilancia los camiones con milicos estacionándose en las afueras. Me confié.
¡Estúpida! ¡Como tan Güeona!, grité desconsolada en el eco de un cité sangriento y
solitario.
Los milicos golpean con
las culatas, llamando por el “Coronel Oñate”. El celular sigue en silencio boca
abajo. Estoy en la última habitación. El casero Oñate está separado en tres
bolsas de basura. Las botas de guerra, los motores y las amenazas retumban por
fuera. La puerta es arrancada con sus camiones. No podía dejar que me
atraparan. No podía. Más que al virus, a esos sí que les tenía miedo.
Las servilletas con mis
últimos pensamientos se acumulan en un rincón. Un rojo beso sella la última
consigna sobre el papel. Los milicos apuntan a alguien gritando desde el fondo
del cité, en el segundo piso. No esperan a que termine su consigna. La
acribillan a balazos cuando empieza a correr hacia ellos. Elly está tendida
sobre el abdomen. Está en el límite del umbral del dolor que puede aguantar
consciente. La sangre tibia recorre su espalda, estómago, garganta y pulmones.
Respira un oxígeno que no tiene a donde llegar.
Las botas de guerras
resuenan por el cité. Algunos se acercan con cautela empuñando los rifles. Uno
de ellos levanta la mano, cierra el puño y dejan de avanzar. Le clava el arma
bajo el brazo y hace palanca. La mujer queda boca arriba. Eliana Castillo estaba muerta.
Soy una conmigo.
Por fin tengo la última
palabra.