Había algo distinto esa mañana, Salvador lo notó
apenas despertó. De él había sido la idea de cambiarse a la cama de dos plazas
para que tuvieran más espacio para darse vuelta al dormir, pero a Frida no le
gustaba: ella era más de piel y deseo. Ambos lo hacían con regularidad, ya
fuera después de la pega, la mañanera o en la ducha, pero, a medida que los
meses pasaban, Salvador sentía que la relación se enfriaba más y más.
Esa misma mañana, Frida
también notó la diferencia. Habían tirado en la madrugada, entre sueños y casi
dormidos, pero lo habían hecho. Salvador, que descansaba el cuerpo de cara a la
pared, notó que Frida abría lentamente sus piernas. Sus rodillas estaban
levantadas y el viscoso sonido de su clítoris húmedo (y no gracias a él) no
tardó en ponerlo en alerta. No quiso interrumpirla en la búsqueda del orgasmo
que él ya no podía darle. Frida acabó en silencio, tapándose la boca e
intentando contener cualquier sonido para no despertar a su pololo.
Pese a que Frida también se
volteó en dirección contraria, pese a que desconocía si Salvador estaba despierto
o no y, sobretodo, pese al cariño que tenían el uno por el otro, en sus
pensamientos había una concordancia innegable: ese era el último día que
dormirían juntos.