viernes, 30 de abril de 2021

Conteo Final

Los salvavidas tocan los pitidos al unísono, sin entender por qué baja tan rápido la marea. Mientras, la gente saca los celulares para grabar y apuntar con el dedo. Suenan tarde las inútiles alarmas de emergencia: “Estado de precaución. ONEMI establece abandonar zona de playa. Distánciese por COVID-19”, pero las personas están inmóviles mirando, curiosas y expectantes. Aparecen helicópteros de la armada. Patrullas de carabineros y marinos llegan –como nunca– con inesperada rapidez. “¡Evacúen!” insisten por los altoparlantes. Las sirenas suenan incesantemente. La multitud trata de huir en autos. No tardan en aparecer los tacos, los choques, los insultos y gritos. No todos dejan la orilla de la playa. La marea baja drásticamente. Bandadas de aves desaparecen de la costa. Otras bandadas sobre-vuelan en círculos un punto indeterminado de altamar, cerca de los helicópteros. “¡Están con rifles!”, grita alguien, “¡Los güeones de los helicópteros están con armas!”. El reportaje de último minuto viene directo de la cabina de uno de los helicópteros de prensa. “¡Algo está emergiendo del mar!”, grita la periodista luchando por no entrar en pánico, “¡Algo grande!”.

La transmisión muestra una sombra de kilómetros de largo sobre el mar, expandiéndose a medida que pasan los segundos. Una sombra que no podía ser mostrada en su totalidad, a menos que se elevaran las cámaras, pues no daban abasto con las tomas. Las personas de otras regiones –que veían la noticia–, ven interrumpida la transmisión por el insistente anuncio de un mensaje del gobierno que nunca comienza; por mientras rellenan con paisajes conocidos del país, caras de pueblos autóctonos que ignoran, chilenos promedios que sonríen ante la publicidad final de un país a punto de acabar.

Las personas que permanecían en la playa son arrastradas por unos aterrados marinos. “¡Quiero morir! ¡Déjenme morir!”, gritan algunos. Algunos marinos con binoculares dejan de gritar; los policías dejan de golpear y arrastrar personas. Los bocinazos y gritos cesan por un momento. Los helicópteros dejan el mar. Las bandadas de gaviotas se lanzan en picada a comer lo que puedan, allí donde la sombra se hacía cada vez más clara. La marea muestra zonas de la playa que nunca habían sido vistas en este siglo. Con lentitud se asoman los primeros metros de, lo que pareciera, la cabeza de una criatura. Un gran ojo parpadea al contacto con el oxígeno. Las olas comienzan a acercarse a la costa. “Estado de precaución. ONEMI establece abandonar zona de playa. Distánciese por COVID-19”, aparece el mensaje en las pantallas de los celulares abandonados sobre la arena acompañado de una molesta alarma intermitente.

Una nueva forma de pánico brota en la cara de los pocos que quedan: el terror a lo que emerge desde el agua, a lo desconocido. La gente de otras ciudades sigue sin entender lo que pasa. Los rumores de un ataque nuclear o extraterrestre son los trending topic del resto del mundo.

Al asomarse la mitad de su cara, sus rasgos de reptil se aprecian con claridad incluso a varios kilómetros desde la costa. Sus fosas nasales lanzan bufidos de vapor, ocasionando que la marea se torne agresiva. Nuevas y aún más grandes olas impactan una tras otra la destrozada costa y el puerto, junto a los condominios, departamentos y cabañas; ni los terremotos ni tsunamis del pasado les hicieron recapacitar de construir en la costa. Ya era demasiado tarde. El exilio express comienza. Desde las calles de la ciudad estallan en gritos y desesperación. Con los autos, algunos arrollan a otras personas con tal de huir, suben a la vereda o chocan con otros conductores que mantienen detenidos los autos por el pánico.

El reptil muestra el hocico y los colmillos. El agua sale en cascadas a través de las fauces; parece mostrar una sonrisa acompañada de una pupila que mira con curiosidad el nuevo territorio. Su cuello aparece paulatinamente.

 

17:39 El torso del reptil sobresale del agua. Aviones bombarderos de la FACH lanzan una descarga explosiva sobre la cabeza de la criatura. Al caer sobre el monstruo, estallan como petardos, rebotándole sobre el cráneo sin hacerle daño; el monstruo sigue levantándose.

 

18:10 Los ataques infructuosos por mar, aire y tierra cesan. No quedan personas cerca de la costa.

 

18:30 Luego de horas, el loop de propaganda gubernamental termina. El presidente aparece con las manos entrelazadas y, con la voz temblorosa, da un mensaje: “Chilenos y chilenas, en pro del tiempo, seré lo más breve posible. Agradezco enormemente los esfuerzos de la ONEMI por hacer llegar el llamado de emergencia a todos nuestros compatriotas. No puedo ser más enfático en recalcar que evacuen las costas de nuestro país. En conversaciones con las fuerzas armadas y el apoyo logístico de países vecinos, se iniciará un ataque nuclear en contra del fenómeno que ocurre en nuestro océano. Habrá consecuencias pero, si no actuamos ahora, no habrá ninguna república que gobernar. Recen…” –dice, mientras la cámara lo sigue por las escaleras hasta la azotea de La Moneda–.

Un helicóptero aterriza, “por los valientes soldados que darán la vida por proteger nuestra nación”.       

 

18:50 El torso del reptil está fuera del agua, se alcanzan a ver la mitad de ambos brazos. Algas y peces se desprenden de su piel. Las gaviotas se dan un festín.

 

19:27 La ojiva nuclear surca el cielo de Chile. No hay nada ni nadie para auxiliar a la gente que no alcanzó a escapar o no quiso huir. Un tipo sentado en la playa se coloca una mascarilla al ver caer el misil. La comunicación militar queda interrumpida durante diez minutos, mientras el hongo nuclear del impacto se alza por kilómetros sobre el nivel del mar.

 

19:37 El monstruo queda inmóvil, dejando en suspenso su altura total. No hay vida aparente en sus ojos. No hay más gaviotas o nubes alrededor. Su piel no muestra ningún rastro de humedad; está seca y se desprende con el impacto de las olas. La milicia vuelve a reacomodarse en la costa. Los buques de guerra alistan sus cañones. “Un último ataque para asegurarnos”. Sin alcanzar a dar la orden de fuego, el reptil de muchos kilómetros de alto, explota.

 

20:11 Un arrebol color sangre se extiende por el cielo costero. En el epicentro de la catástrofe –que nadie podía alcanzar a dimensionar, una masa negra y viscosa aparece suspendida en el aire. Rápidamente extiende unos tentáculos negros que salen disparados desde su cuerpo, directos hacia el sol. El desesperado ataque de las fuerzas armadas no surte ningún efecto.

 

20:40 Se escuchan aullidos de animales, choques de autos, alarmas, vidrios quebrarse, gente impactando el suelo luego de saltar al suicidio. Llantos, gritos.

 

20:50 En un punto cercano a la cordillera, alguien con generador y señal satelital en el teléfono capta noticias en inglés: Weird phenomenon inside Zona Cero, Sudden Sun Eclipse affects Earth’s magnetism, Chile incomunicated. Todos se acercan, pero la pequeña pantalla del celular no da abasto para todos los curiosos y aterrados.

 

21:10: La masa negra cubre el sol por completo, secándolo. “Estado de precaución. ONEMI establece abandonar zona de playa. Distánciese por COVID-19”, muestra la pantalla de un celular, suena un par de veces una alarma estridente antes que se acabe la batería.

miércoles, 28 de abril de 2021

Recuerdo Fugaz

Hubo una ocasión en que pillaron a Alejandra llorando en el baño. Sus padres pensaron que era por el reciente fallecimiento de su abuelo, esto fue horas después del funeral. Alejandra asintió con la cabeza, dándoles la razón para que le creyeran, pero no. La súbita tristeza de Alejandra era por algo mucho más simple.

        Mientras ella estaba en el baño, imaginó sin razón o motivación alguna, estar mirándose al espejo mientras que su perro era asesinado por alguien. Este alguien, después, asesinaba a su familia y, al final, Alejandra se vio a sí misma llorando sobre el cadáver del homicida. Aun encerrada en el baño, su imaginación nadaba por imágenes de sus manos ensangrentadas; mató al asesino con sus propios puños. Alejandra pensó que fue lo mejor.

        Sus padres se hubieran asustado si les hubiera contado la verdadera razón de su pena. Las niñas de 7 años no pueden andar pensando en esas cosas.


domingo, 25 de abril de 2021

Trabajo es trabajo

            -Tengo unos pañales, pero son G.

-¡Sí! Es que encontré estos aceites de coco nomas’, pero ni sé cómo preparar esta cuestión.

-Soy vegano, así que sí me sirven.

-¡Muchas gracias!

Una vez hecho el trueque, Daniela guardó el paquete de pañales y salió de la bodega. Entre la gente, el piso resbaladizo y las bolsas aplastadas, pudo ver una caja con paquetes de harina, con algunas bolsas aun sin reventar. Al tomar algunas, la espalda le dolió de inmediato. La mochila ya estaba repleta, pero debía aprovechar: mal momento para estar cesante y ser madre soltera.

            Las filas que avanzaban lentamente se convirtieron en una masa enardecida cuando los escucharon. A dos horas del toque de queda, los milicos ya estaban disparando.

Daniela se escabulló por las bodegas del supermercado en el que había trabajado hacía años, pero aun recordaba los atajos que usaba para ir a fumarse un cigarro. Para su mala suerte, jadeando por el peso de las cosas que cargaba, un militar le devolvió la mirada igual de sorprendido que ella.

-¡Suelta eso, conchatumare! –gritó el milico apuntándole con el fusil. Daniela dio un grito y botó la caja al suelo–. ¡Ahora!

-¡Son cosas pa’ mi hija, gueón! ¡Pura comida y pañales!

El milico avanzó hacia ella aún apuntándola. Dio un vistazo a la cajas con harina desparramadas y le dijo que se quitara la mochila. Varios pañales apretujados unos contra otros le demostraban que no mentía.

-Mira, la verdad es que no soy milico –le confesó, bajando drásticamente su tono de voz–. Estoy acá para provocar caos solamente, pero no para defenderlos a ustedes.

-Pero en la tele…

-La tele está controlada, señora. No se informe con eso.

-¿Quién es uste’ entonce’?

-Somos agentes de caos, como le dije. Infiltrados. Seguramente lo ha escuchado
–contestó el milico, disparando al aire. Daniela se llevó las manos a las orejas–. ¡No se asuste! Si sólo estamos conversando.

-Me quiero ir…

-Todavía no se me puede ir –dijo el milico, con voz maliciosa–. Mis compañeros no son tan benevolentes como yo, pero eso no sale en las noticias.

-Yo… Tengo que ir a ver a mi hija… Ella…

-Oiga, oiga, tranquila, si le dije que no le voy a hacer nada –dijo el milico, volviendo a disparar al aire–. Mire, la cosa es que el sistema está mal hace rato. Entonces esto es parte de ello, todos nos estamos subiendo al carro, pero parece que nadie quiere bajarse todavía.

-En… entonces que dice uste’... ¿Qué sigamos?

-Esto ya cambió, señora. Solo puede seguir, no parar.

         Daniela escuchó gritos de pelea, disparos, sirenas del gope y helicópteros rondando las calles aledañas impidiendo el saqueo que ellos mismos habían autorizado.

-Entonces… ¿me puedo ir?

-Claro, señora. Retírese por este lado mejor, así nadie la verá.

-Antes de irme –dijo Daniela, cerrando su mochila y recogiendo los paquetes de harina que le cabían en las manos–, ¿uste’ trabajó acá antes, cierto? ¿antes de meterse al servicio?

-Así es. Vivía acá antes.

-Me imaginé, porque no todos saben de este lado.

-Sí, también me venía a fumar mis cositas aquí –dijo el infiltrado, mirándola a los ojos–. ¿Cuál era su nombre?

-Da… Eh… Andrea… Me llamo Andrea.

-Váyase, Andrea, mire que las balas acá no perdonan.

-¿Y su… nombre?

 

En cosa de minutos, gran parte del supermercado ardía. El cabo Joaquín se fumó un cigarro luego de arrastrar por los brazos el cuerpo de Daniela. Se detuvo unos minutos al lado de uno de los focos de incendio, prendió un cigarro y lanzó el cuerpo al fuego. El humo del incendio, carne chamuscada, nicotina y caos, todo mezclado en cada inhalada de un cigarro que no filtraba todo.

El cabo Joaquín esperó el mensaje por la radio: “Prensa y bomberos”. Se desnudó en instantes. Tiró el uniforme al fuego. Mientras recogía la ropa que pilló y, casi a modo simbólico, tomó la mochila de Daniela atiborrada en pañales. Joaquín pensó en sus hijos y esposa, que esperaban con inocencia y nerviosismo al padre. Se quedó pasmado mirando el cadáver con piel derretida arder poco a poco. Los ojos se le clavaron sobre las llamas, un hilillo de baba le colgó por la comisura de la boca, la saliva sabía a cenizas.

Joaquín, cubierto por una capucha y cargando unos pañales.

Joaquín, ocultándose entre el atardecer y los gritos.

Joaquín, corriendo entre la multitud protestante.

Joaquín, sacándose la foto para el instagram.

Joaquín, acostumbrado a oler las lacrimógenas.

Joaquín, con la pega terminada.

 

“Ahora a dormir un ratito, que mañana seguimos”.

sábado, 17 de abril de 2021

Nueva Normalidad

Justo bajo mis pies estaba el canal donde solía jugar, ahora mismo me separaba del agua una gruesa capa de concreto. Ahora, aquí mismo, sobre el agua, se había levantado una plaza con juegos y máquinas de ejercicios de fantasía. El suelo era tosco y ni siquiera amigable como lo era caerse sobre la tierra y hacerse un raspillón; esto era para que te dejara el hueso expuesto y la sangre desparramada. Por lo general, siempre había jóvenes allí y los adultos venían a fumar marihuana o, de vez en cuando, pasaba un viejo con un vino en caja en formato Mini –de esos que hasta, casi tiernos, precipitaban sobre los labios morados.

No tenía problemas en fumarme un cigarro cuando quisiera, ni tirarme las güeas de vez en cuando. En el fondo era una pega simple: vigilar que usaran mascarillas, conservaran la distancia e informar de cualquier conducta sospechosa a los supervisores.

El primer día busqué los puntos ciegos de las cámaras, donde podía fumar una cola que tenía guardada del día anterior. Al ser una plaza más larga que ancha, habían lugares donde simplemente no aparecía nada en la cámara, excepto, tal vez, el misterioso humo que emanaba de algún lugar (yo mismo lo comprobé).

A las 13 horas ya no había nadie. El toque de queda, total, empezaba a las 14 y ya todos lo habían normalizado. La última hora la ocupaba en cerrar el portón eléctrico de ambos extremos de la plaza. Abría la app en el celular de la empresa y luego de un pitido, éstas se cerraban como el portón eléctrico de una casa cualquiera: el alambre de púas brillaba bajo el sol del verano. “Bien, la otra”, me dije, mientras caminaba al otro extremo, unas tres cuadras más allá.

No siempre ocurría, pero, de vez en cuando, dejaban botellas selladas listas para ser consumidas. Esta botella asomaba su cuello por sobre una bolsa negra, al lado de unas latas aplastadas y una caja de Gato. Le disparé con el desinfectante y apunté con la cámara; la app analizaba la imagen buscando rastros de infección, arrojando un porcentaje en color verde si era seguro, seguido de un pitido de aprobación: era una botella de Absenta. Para la actuación de frente a la cámara, metí todo dentro de la bolsa y me alejé en dirección al basurero. Saqué la absenta, le disparé unos cuantos chorros más de desinfectante y me la guardé dentro del overol, subiéndome el cierre. Metros más allá, me detuve en un punto ciego, saqué el copete y rompo el sello de seguridad, dando un largo sorbo que me quema la garganta y el estómago consecutivamente. Un gran número 80 se asomaba en el borde de la etiqueta, ochenta grados. “Mierda”.

Dos sorbos más y seguí hasta el otro portón. Unos milicos pasaron por fuera, mirándome. Quizá esperando a que los saludara de vuelta. No ocurrió. Uno me lanzó una mirada de odio y siguieron su rumbo. Me levanté la mas-carilla y escupí al suelo. El portón se demoraba una eternidad en cerrarse. Una patrulla de los pacos pasó por fuera, con el mensaje pregrabado que le recordaba a la gente quedarse en la casa por el virus. Otros chicos con overoles les empezaron a tirar pintura y piedras. Disparos al aire. Varios detenidos al suelo. ¿De dónde aparecen tantos pacos tan rápido? La absenta me estaba nublando la visión en cosa de minutos. Era peor que el Covid.

- Buenas tardes –dicen del otro lado de la cerca–. Carnet de identidad.

- Chúpalo –dije, escuetamente.

- ¿Qué? –dijo el milico, incrédulo.

- Que no lo tengo –contesté de nuevo, apuntando hacia la cabina–. Está allá atrás. Trabajo aquí.

El milico se dio la vuelta y llamó al que lo acompañaba. Pude oír que decía: Espérate acá, que voy a hacer un control. Como un autómata, el tipo se clavó con el fusil en la mano, fuera de la reja, mientras ésta se cerraba con el pitido.

- Yo lo sigo –contesta el milico–. Avance.

- Usted no me puede hacer control de identidad –le respondo, sin moverme del lugar.

- Según lo informado en la cadena nacional del pasado…

- No veo tele –contesté–. Hace muchos años que dejé de escuchar a los presidentes.

- La ley cambió, caballero. Ahora tenemos todas las facultades.

- ¿Ah, sí? –no fue la respuesta que el milico esperaba, el otro estaba mirando de reojo desde fuera–. No me sorprendería, hace rato que el planeta se fue a la mierda.

 

Fue un momento tenso. No sé si fue el calor de la absenta, el temor que supieran que estaba tomando, el inminente peligro o la pura rabia de tener que verles la cara justo cuando terminaba el turno, pero permanecí inmóvil. El milico era de mi estatura, no muy alto ni muy bajo, pero la diferencia es que yo sabía que en esa cabeza no había nada: era un cuesco de palta vacío.

“Acceso a booteo: 181019. ¡Ejecutar!” –dije en voz alta. Para mi sorpresa, el efecto fue de inmediato. Tanto el que me quería interrogar como el milico que estaba afuera se giraron con los ojos abiertos de par en par hacia mí. “Bien” –me dije “ejecutar comando: 239” –continué, mientras el milico respondía cortado.

- La autorización para esta acción es insuficiente, para… “Ejecutar comando: 239, código: gentedemierda” –lo interrumpí, modulando cada palabra.

- Código aceptado –contestaron los autómatas.

 

Abrí el portón para que el milico saliera. Ambos se miraron y avanzaron a paso firme hacia los pacos que estaban golpeando a los manifestantes. El “comando 239” tenía un solo objetivo, asesinar a cualquiera que estuviera ejerciendo la violencia, no importara quién.

Los organismos sintéticos estaban siendo explotados hace décadas. Cuando estalló la guerra bacteriológica en el 2020 y, luego de que la población mundial disminuyera drásticamente, las fecundaciones y experimentaciones con éstas fueron altamente desarrolladas por empresas y conglomerados privados, en pro de la carrera por la inmunidad prolongada, especialmente ante cualquier amenaza viral que volviera a poner en peligro la existencia de la humanidad.

¿El resultado?: nefasto –como siempre: clones descontrolados, androides con recuerdos que nunca tuvieron, robots rebeldes, espías de tornillos y piel, animales recargables y, por supuesto, grandes cantidades de militares robotizados, ideales para estar horas y horas de pie ejerciendo la ley: su ley. Como todo organismo sintético, no estaban exentos de fallas. Bastaba con que supieras qué palabras decir y qué números saber, como hackear las máquinas de bebidas con sólo presionar la secuencia correcta de teclas.

Volví a la cabina a bajarme el Absenta, aún quedaba media hora para el toque de queda. Se escucharon varios disparos a lo lejos, varios gritos.

“Ugh, como quema esta cosa ¿ah?”, me dije, mientras la botella verde azulada parecía tener la respuesta a todos los problemas de ese y los días siguientes.

jueves, 15 de abril de 2021

AziMob

Dormía hasta que escuché las bisagras oxidadas chirrear cuando ella abrió la puerta: era el momento.             Las luces estaban apagadas, pero no necesitaba verla para saber que estaba desnuda, que estaba caliente, que estaba lubricada y lista. Sus labios se posaron sobre los míos y aun ni se acostaba. Seguía sentado en la cama mientras abrazaba su cadera. El placer que me transmitía el tacto, tan solo rozándole la piel, despertaba todos mis sentidos. Me paré junto a ella mientras nos volvíamos a besar. Una caricia, un tirón de pelo, una suave mordida en los labios. Sus ojos cerrados consentían las mordidas: una señal para seguir por su clavícula y sus pezones. Desde la raíz le tiraba su cabellera corta, mis dientes mordían con la justa intensidad su moreno y suave cuello recién lavado. La levanté en brazos y la dejé sobre la cama, de inmediato abrió las piernas, atrayéndome hacia ella, provocándome, dejándome en un trance. Mi lengua y dedos hicieron que ella mordiera la almohada, que buscara de dónde agarrarse, que levantara en sorpresivas contracciones su pelvis; queriendo sacarme de ahí, pero sin hacerlo. No tardó en devolverme la mano, mirándome durante cada instante de placer que me daba.

Entró sin barreras, sin inconvenientes, directo hacia el beso, el encuentro de ambas lenguas. Su espalda se arqueaba con cada movimiento de mi cadera mientras sus manos tiraban mi cabello hacía atrás. Buscaba la fricción de su clítoris contra mi vello púbico. Mis manos masajeaban sus pechos libres y duros. Afirmaba su cintura con mis manos, apretaba sus pliegues y la atraía hacia mi erección; ella la siente hasta el fondo. Los dedos suben a su cuello otra vez, una mano le tapaba la boca, silenciaba su orgasmo. Su aprobación era inmediata mientras buscaba sus piernas para colocarlas sobre mis hombros. A ratos, entra solo la punta. A ratos, entra todo. Cambio de ritmo, de nuevo lento, de nuevo rápido, de nuevo suave, de nuevo fuerte. Junto sus piernas sobre mi hombro derecho. Su vientre y clítoris se aprietan. La fricción vuelve a hacer lo suyo. Cambio. Me abalanzo sobre ella. Mi pelvis choca contra la suya. Se afirma de mi espalda. Sus uñas dejan el recuerdo. Murmuraba a su oído todo lo que ella quería oír. Entreabre su boca para decir algo que no logro entender. Mis manos la ahorcan con suavidad suficiente. Mis dedos encontraban su boca; los chupa con devoción. Ahora la ahorco con seguridad. Ella sonríe hacia el cielo. Ella mueve su cadera en movimientos cortos. Ella pone sus ojos blancos. Ella vuelve a sonreír y gemir. Ella vuelve a tener otro.  Ella era sol, ella era luna, ella era diva, una estrella, una diosa.

No tardé en notar el plasma azul fosforescente salir de su entrepierna: le había vuelto a romper los circuitos. “¡Por la conchatumare oh!”, grité, mientras la ilusión volvía al Modo Suspensión. Habían comenzado las 24 horas de diagnóstico y reparación del modelo F-93822, otra vez.

lunes, 12 de abril de 2021

La copia feliz del Edén

«Humanos de la tierra, este mensaje está siendo transmitido a todos los territorios en todos las lenguas –al mismo tiempo–, para que todos y cada uno lo pueda escuchar con claridad. Desde lo que llaman espacio exterior, hemos notado cómo cientos de miles han muerto y se han infectado por un virus muy agresivo, pero no teman, que el verdadero virus yace dentro de la misma raza: son aquellos que han tergiversado el objetivo de la humanidad y han manipulado, con ambiciones de poder, todo lo que alguna vez pudieron haber sido, pero eso termina hoy.

Podrán notar, a partir de este mismo momento, que todos los responsables de ésta catástrofe –que los ha azotado durante siglos de existencia– están muriendo; posiblemente, incluso algunos al lado de ustedes. Ataque al corazón, desmayo, derrame cerebral o convulsiones que los mandarán al suelo sin posibilidad de sobrevivir. No intenten salvarlos, no podrán. Es parte de la nueva era hacia la que encausaremos a la humanidad. Un futuro junto a nosotros; un futuro que los guiará hasta más allá de las estrellas

Una década ha pasado desde aquel mensaje que se resonó en toda la atmósfera de la tierra. Lo que decían los extraterrestres era cierto. Miles de políticos, asociaciones ocultistas, organizaciones con fachadas falsas, responsables de la pobreza, el hambre, la corrupción y el genocidio, fallecieron en minutos.

Pese a ello, varias personas también mu-rieron de espanto ante la implacable verdad de que ya no estábamos solos en el universo; cada uno de ellos revivió al día siguiente, ayudados por los que descendieron del espacio, éstos que insistían en que no los llamaran “ángeles” o “salvadores”, que sólo eran una raza ya muy avanzada y altamente desarrollada desde hace milenios, de otros planetas, de otras galaxias, que vieron en nosotros el potencial para unirse al cosmos. El gran despertar.

Hoy se cumplen diez años desde aquello. La humanidad ha vuelto a ser esclavizada y todo volvió a ser como antes de su llegada.

 


domingo, 11 de abril de 2021

A quemarropa

Natalia se sentía a punto de estallar; sentía ganas de levantarse del asiento y gritar lo más fuerte que pudiera. Gritarle al reloj que colgaba de la pared, el que avanzaba sólo preocupado de gastar toda la pila con tal de cumplir su objetivo: dar la hora. Pero Natalia, recordando todos los Yogas, flores de Bach, Reiki y clases de Tai-chi, minimizó sus ganas de explotar, permitiendo que su cuerpo sintiera un relajo paulatino con cada “tic-tac” que oía sobre la gente: por sobre las peleas clienta-cajera, los jueguitos del celular, los niños llorando y las personas tosiendo. “Tic-tac”, el minutero sonaba mientras el horario estaba intacto en el número 12. Natalia no podía creer que aun usaran esos relojes anticuados, siendo que ahora existen cosas mucho más silenciosas. “Pero yo me relajo”, repetía en su mente mientras daba largos y profundos respiros seguidos de una exhalación. Natalia entraba en un estado en que todo alrededor de ella se llenaba de colores, desde las insípidas paredes hasta las desgraciadas caras de los demás. Con una alarmante calma y una sonrisa en la cara, Natalia sacó el celular y se metió a Instagram. Su dedo deslizaba a cada imagen que no le interesaba y en otras irrelevantes, su pulgar clickeaba dos veces sobre de las que sí quería saber más. Luego pasó al Whatsapp, contestando todo eso que había olvidado en las conversaciones grupales silenciadas y en los hombres que no le respondían, pero que igual trataba que lo hicieran. “Tic-tac”, levantó la mirada del celular y era su turno. Entró a la oficina de la mujer con pelo platinado, la que ya conocía, luego de venir a mostrar papeles y llorar todo el acto teatral que repetía de memoria, con tal que la deuda del crédito extendiera su plazo o le repactaran las cuotas. Mientras ella le explicaba lo que había que hacer, la mirada de Natalia se fue directo al Maneki-neko, siempre moviendo su pata izquierda en señal de abrirse al negocio, mostrando con distinción su moneda koban y sus cascabeles. Pero este gato culiao’ ni se mueve –pensó Natalia, fijándose en la capa de polvo que lo cubría, su mirada ida y la pata izquierda tiesa en un ángulo de 45°–. Natalia oía al gato gritarle “¡No les pagues, no les pagues!”. “Tic-tac”, cuando Natalia salió del banco, el sonido del reloj se desvaneció.

        Tres horas al interior bastaron para que el clima cambiara. Se quitó el pañuelo y la chaqueta, se puso la mochila y volvió a la realidad. Natalia esperó el verde del semáforo mientras, frente a ella, tenía una pareja tomada de la mano. No pudo evitar hacer un escaneo prejuicioso de ellos. El hombre de unos 40 años, tenía un rollo en su cuello; su mentón sostenía a otro mentón, que se ocultaba dentro de un tercer mentón dándole una cara mucho más larga; los lentes ópticos parecían pequeños entre tanta piel, la que era cubierta por un jockey con la visera hacia atrás; la polera sostenía las dos tetas que caían sobre su guata hinchada de cerveza, dándole un tercer neumático sobre la cintura; por el contrario, sus brazos y piernas eran bastante delgados en comparación a todo lo demás. Su pareja corría la misma suerte: las alas de murciélago le caían de los antebrazos; bajo los hombros y desbordándose del top, las lonjas de piel se caían, mostrando un torso que alguna vez lució una cintura; unos muslos grandes sin culo y un cabello desteñido que necesitaba urgente una coloración. En la mano que les quedaba libre, ambos sostenían una botella de coca-cola a medio terminar. El semáforo dio el verde y Natalia avanzó tras ellos viendo su peculiar manera de caminar.

        “Tic-tac”, sonaba en los oídos de Natalia. ¿Por qué escucho el reloj aun? –se preguntó mientras volvía a pensar en las flores de Bach, Reiki, Tai-chi y el Yoga–. Hay alguien acá con el que no estoy vibrando, pensó Natalia, ¿serán esos guatones culiaos’ del frente? “Tic-tac”, Natalia caminaba con calma por las calles, usando la métodología “Slow” de tomarse todo con tranquilidad.

        Contaba los pasos sobre cada adoquín de la vereda, mientras veía con repulsión cómo se alejaba la pareja frente a ella. No tenía por qué ir apurada, ya había terminado el trámite del banco.

        Natalia sonreía a las paredes grafiteadas, a los vagabundos que pedían limosna e ignoraba a los que le ofrecían un plan de DirectTV que no necesitaba. 

        “Tic-tac”. ¿De dónde viene ese ruido, culiao’? –pensó Natalia mientras miraba al hombre frente a ella–. ¿Dónde he visto a este gueón? Natalia lo reconoció a tiempo, antes que el semáforo diera la luz roja. Era el Manu del colegio. Ya no era el perkin del fondo de la sala, Manu se había tonificado, se había bronceado y, hasta incluso, estaba más alto, con una buena pinta, con una gabardina negra que le cubría una abultada musculatura. ¿Hará Yoga este gueón ahora?

-¡¿Manu?! –preguntó Natalia–. ¿Manuel Concha?

-¿Hola? –contestó Manuel, un poco ido–. Sorry pero… no cacho quién…

-¡Del colegio po’, Manu! –gritó histérica Natalia, antes que las personas que esperaban el semáforo notaran su vergüenza por no ser reconocida–. ¡¡¡TE ACORDAI’ NO’ CIERTO”!!!

-Tu ibai’ en el 4to C… –contestó Manuel con una voz apagada–. Te invité a la licenciatura y me dijiste que no.


Natalia se paralizó. Lo había olvidado por completo. Quizá, si lo hubiera recordado, no le hubiera hablado. Natalia recordó ese recreo de las 11:30 cuando el Manu se acercó a ella interrumpiendo una conversación con sus amigas, la llevó a un lado para proponerle ser su acompañante. Natalia recordó su estridente risa, su caricia de consuelo en la cara de Manuel y el matonaje en el anuario del colegio. Tranquila, Natalia… Céntrate: respira y después respondes. Respira y después….

-¡Ay, pero Manu! –gritó Natalia, viendo que el semáforo pasaba a verde–. ¡Eso fue hace tanto rato!

-Para mí, fue como si hubiera pasado ayer –contestó Manu en seco.


Tic-tac

Tic-tac

Tic-tac


        Natalia escuchó con claridad el sonido. Esta vez no podía estar equivocada y no lo estaba. Manuel Concha estaba cargado con explosivos, todo el fondo de su gabardina, desde los hombros hasta lo que caía bajo su cadera. Había planeado hacerlo en La Moneda, le faltaban pocas cuadras, pero no podía dejar pasar esa oportunidad. Esa única y final oportunidad de volar en pedazos a Natalia Muñoz Correa, la del 4to C. 

        “Tic-tac”, escuchó Natalia cuando el Manu la abrazaba inesperadamente. Sus manos lo rodearon, percibiendo un calor que no sentía hacía tiempo. Quizá, esta era su oportunidad de, por fin, tener a alguien. 

        Era la reivindicación que le daban sus chackras alineados, la alineación de su sintonía, su karma tan bien cuidado, la recompensa de ser vegana, el carpe diem, los libros de Coehlo, las enseñanzas de Pilar Sordo o su silenciosa esperanza de la calma que tarde o temprano le traía buenas…


viernes, 9 de abril de 2021

Es mi vida, no lo olvides

Emiliana nunca había sido buena para sonreír; ella siempre se había considerado una mujer más introvertida cuando se comparaba con sus amigas u otras mujeres de su misma edad; se la pasaba hundida en el celular, muchas veces escuchando música, leyendo artículos o dibujando garabatos en una app; no era mucho de establecer relaciones duraderas con otros, sentía que se aburrían de ella con facilidad.

        Emiliana venía de una familia humilde donde alguna preocupación mínima costaba mucho para la familia. El único cuidado que podían permitirse era lavarse los dientes o, si no, “los perderán como el tío Roberto” –les decía su hermana mayor–. Emiliana lanzaba escuetas risas o evitaba mirar a la cara directamente, siempre temiendo lo peor.

        Emiliana nunca se los arregló y, a medida que la imagen de una dulce, tímida y  oscura niña iba desvaneciéndose con el tiempo, ella procuró cultivar su mente y alma. 

        A Emiliana no se le daban bien los ejercicios de meditación ni las disciplinas que incentivaban a alcanzar el nirvana, la conexión de los chacras ni un estado de calma emocional. Emiliana empezó a frecuentar el alcohol y las drogas desde los tiempos universitarios, alcanzando toda la tranquilidad que podía necesitar.

     A Emiliana le fue también mal en el amor, tenía éxito con los hombres (más de alguno la psicopateaba por redes sociales o la invitaban a absurdas propuestas en sus autos), pero ella simplemente respondía con una sonrisa formada por ambos labios apretados y seguía caminando, ignorándolos a todos: ninguno le provocaba sensaciones placenteras, ese algo que algunas de sus compañeras sí sentían. Emiliana creía que la publicidad había hecho poco atractivos a quienes no sonreían: apagados, depresivos, tristes y solitarios. Emiliana nunca fue parte de ese selecto grupo de perfectas viditas.

        Una noche, Emiliana se despierta ahogándose con algo en la entrada de la garganta, con algo que parecía vidrio astillado, reventando al mascarlos. Al escupirlos, su lengua no tardó en notar el espacio vacío tras el colmillo izquierdo superior: una muela se había hecho pedazos, dejando un solitario vestigio de diente y el resto, entre la saliva, la lengua y el paladar. Debido a que siempre ignoró las advertencias dadas por su cuerpo, Emiliana no tardó en confirmar sus sospechas: “hace años que usted tiene bruxismo” dijo el doctor. Emiliana apretaba tanto la mandíbula que, al cabo de dos décadas de vida, los dientes se le estaban trizando más y más. Emiliana ganaba un sueldo de mierda, le era imposible costear cualquier arreglo dental, sin embargo, le quedaba una posibilidad: implicaba levantarse a las 5am para ir al Cesfam y rogar por alcanzar uno de los 10 números, para que su Fonasa cubriera aquel servicio, sólo capeable con un termo de agua caliente y algo para comer. Emiliana se vio en esa escena, congelada, con los mocos cayéndosele, cabeceando sentada. Se sentía forzada a llegar ebria para olvidar el sueño y el frío, y reemplazarlo por la calidez de una botella de vino. 


        Emiliana olvidó la última vez que alguien le había visto los dientes con detención. Le llegó el 10%, pero no le alcanzaba para pagar todo sin tener que endeudarse –otra vez–. Era el abismo sin fin de las deudas y el dinero. Se tapó algunas piezas que se romperían y se limpió el sarro que volvería. Emiliana estaba cansada de un sistema que la empequeñeció hasta dejarla como un peón más para hacer girar la rueda. Atiborrada de inseguridad, pesimismo y una sensación de destrucción inminente, el cansancio de Emiliana no era solo físico, sino también mental; existía solo por respeto a los demás. Sueña una y otra vez con dientes; dientes destrozados; dientes con caries; placas de dientes. Una llamada la despierta de uno de esos sueños. Alguien le avisa de un programa del gobierno para “dar sonrisas”.

      Comprendió muchas cosas, aborreció haber entendido otras. Un molde de dientes de acrílico, molde impreso en 3d para esconder la imperfección, dientes nuevos y falsos. Se ajusta de maravilla su mandíbula Señora Emiliana, decía un nuevo doctor; otro que le sonreía, como cada vez, antes de darle malas noticias.  

    Varios años pasaron cuando Emiliana alcanzó la tercera edad. Sus sobrinos la abrazaban en festividades familiares en las que no podías ausentarte, por muy huraña que fuera. Hermanas y otros parientes la empujaban en su silla de ruedas. Señoras desconocidas le limpiaban el culo, señoras desconocidas le lavaban la piel caída para que no se juntaran hongos, señoras desconocidas la vestían, señoras desconocidas le conversaban.

        Ella sonreía con sus dientes falsos. Daba abrazos y besos en las mejillas de quienes no significaban nada para ella. Falsas expresiones de asombro, interés y felicidad plena: jamás tuvo algo similar. Todo su pasado lo recordaba como si fuera ayer. Lloraba con frecuencia, abrazada por los medicamentos y la oscuridad. La placa permanecía siempre en el mismo punto del velador, donde las noches de luna llena la iluminaba a través de las cortinas: ella era la estrella de este programa. Contaba los días del ciclo final, los albores de la muerte deseada. 

        Su familia no tardó en sospechar o, mejor, augurar un potencial suicidio, pero Emiliana apaciguaba las dudas con sus chistes fuera de lugar, su actitud extrovertida y sus largas historias sobre lo bien que la había tratado la vida. Ella fue sincera consigo, no para con los demás. Ahorró para darse la muerte que quería.

        Emiliana pagó a las personas correctas para cumplirlo. “Cremación, pero quiero que mi sonrisa sea lo último que vean arder”. Los familiares llegaron ese día sin entender muy bien cómo sería todo. Rondaba un hermetismo total por parte de los herederos. Los abogados se limitaron a hacer público el testamento y consentimientos firmados ante notario; así ocurriría, sobre todo con un crematorio ya comprado en secreto, pero solicitado legalmente por Emiliana –mientras  seguía con vida–. 

        Poco pudieron hacer los gritos de los familiares ante el cuerpo de Emiliana que ardía de pies a cabeza sobre el techo del crematorio. Dos telones blancos proyectaban un acercamiento en alta calidad de su cara y boca, respectivamente. Personal de seguridad, precontratado por Emiliana, impedía que los familiares interrumpieran la ceremonia, su ceremonia. La cara embellecida por la tanatopractora, presentaba una leve intervención en los pómulos de Emiliana: la droga inyectada provocaba más bien una mueca que una sonrisa, una sonrisa tiesa que invitaba a tener miedo, al menos, el tiempo suficiente antes que la piel se derritiera.

     Un par de sillas, que fueron arrojadas por los familiares más sensibles, lograron golpear los proyectores, interrumpiendo el momento en que la placa de dientes de Emiliana se derretía junto a sus labios. Otro par de objetos, lanzados con fuerza, desestabilizaron la base que sostenía el cuerpo mientras era consumido por las llamas. Sus brazos crujieron como la miga negra de un pan quemado; las piernas se hicieron cenizas durante la caída; el torso se desplomó directa-mente sobre el suelo. Los pocos familiares que quedaban se llevaron las manos a la cabeza, otros siguen gritando, los niños lloran. Los autos dejan el lugar raudamente. Alguien hace lo obvio, lanzan agua de los floreros y la tapan con las prendas que pueden quitarse. La sonrisa de Emiliana desaparece.

No era un final feliz. No tenía que serlo.

jueves, 8 de abril de 2021

Las cuestiones del olvido

Me tiento sin más a dar el paso, a tocar la puerta de la desconocida. Parece que dos viejas palmeras me miran. Casi puedo oler a las palomas que ululan entre las hojas.

        El citófono no tarda en sonar. “¿Diga?”. Entonces le explico todo: que era escritor, que había llegado hace poco, que me gustaba su casa que parecía antigua, que andaba buscando una historia. “¿Es periodista uste’?”. Me río. Entonces ella corta y la puerta se abre lentamente hasta quedarse trabada; apenas pasé.

        El pasto del lugar estaba entre seco y verde. Un par de pimientos, más palmeras y uno que otro árbol que desconocía, rodeaban el sendero por donde entraban y salían los autos. La casa estaba un poco más al fondo, la que te transportaba al 1900 o una década similar, haciendo olvidar la distribuidora de comida de mascotas del otro lado de los muros del terreno; o la villa Las Encinas al lado izquierdo, con casas normales y de modelos repetidos.

        Noté las señales dejadas por una enredadera ya seca y casi inexistente, donde sólo su sombra adornaba la pintura que resistió los embates de la luz: la habían arrancado hacía años. Pareció que en algún momento cubrió desde las puertas hasta las ventanas, donde las vigas expuestas del tejado mostraban el paso de los años.

        “Es raro que venga alguien para acá en la semana”, dice la señora, saliendo de otra puerta que no había visto. “Mire el pimiento ese, arriba; esos tordos son parásitos, le botan los huevos a los otros pájaros para poner los suyos”. La señora no tenía intención de saludarme así que seguí mirando a donde me indicaba, sin poder ver nada de lo que decía. “Entonces el gorrión tiene que alimentarlo como si fuera suyo, pese a que no parece darse cuenta o importarle que su hijo sea totalmente negro y del doble de tamaño que él. Sus papás se sacan la cresta, el doble de trabajo para alimentarlo. ¿Ve? Ahí está pidiendo comida de nuevo”. Entonces escucho al tordo y a dos pájaros más chicos llegar. Se nota que le regurgitan algo y el pájaro vuelve a chillar, mientras ambos gorriones vuelan en búsqueda de más comida. 

-Entonces –dice ella, extendiéndome la mano–¬. ¿Eres de los normales o de los parásitos?

-Eh…Buena pregunta –contesté, saludándola con un ligero apretón de manos–. Soy escritor, así que debo estar en un punto intermedio.

-Bien –responde ella, dándose la vuelta en la silla de ruedas–. ¿Me echai’ una manito entonces?


        Por el costado que no había visto de la casa, había una rampla por donde la señora entra con facilidad. Me dice que se llama Annedette Schlapovska, la última de la camada de inmigrantes checoslovacos que empezaron a llegar desde 1948, cuando se instauró el régimen socialista en su país; algunos de ellos llegaron hasta Argentina o Chile, dispersándose por el norte y sur. 

        No tardo en notar ese olor a naftalina de la tercera edad, ese aroma particular que desprenden. De alguna forma y, pese a estar a espaldas de Annedette, ella parece tener ese sexto sentido más agudo que nunca. 

-Sé cómo huele, porque yo también lo huelo –dice ella–. Antes no olía así ¿sabe?

-Me imagino –contesté–, pero todos olerémos así en algún momento. Es algo de la piel.

        Annedette me pide que la acompañe a la cocina, donde tiene un vaso ya servido de Grog, un clásico trago checoslovaco a base de Ron. Me dice que saque un vaso y lo llene hasta el tope. Obedezco y después me siento en una silla de mimbre más cómoda de lo parece. Las paredes del lugar lucen un papel tapiz de aspecto ya oxidado y sucio, gracias al mismo vapor de toda cocina que lo engrasa todo. Las despensas eran de un café roble, con un desgastado barniz, algunas pareciera que no se abrían desde hacía años. En ambos costados de la cocina había dos ventanales grandes, uno de ellos daba hacia el muro donde estaban las dos palmeras de la entrada; la otra, hacia una piscina desteñida y sin agua. El tordo con sus “papás” gorriones se bañaban en la pileta, que tenía muy poca agua debido a las últimas lluvias. Annedette, como me pasa siempre con las mujeres, tomó la iniciativa al verme callado.

-Y ¿hace cuánto que tú escribes? –pregunta, dándole un largo sorbo al vaso de Grog, acabándolo y sirviéndose el siguiente–. Y no te preocupes, no es veneno ni nada.

-Gracias –contesté, con una sonrisa incómoda. También me tomo el vaso al seco; ella lo vuelve a llenar–. Escribo hace poco, solo algunos años.

-Začátečník –dice Annedette, tomando otro vaso al seco–. Un principiante.

-Eso era… ¿checo?

-Así es. No lo uso mucho, pero lo recuerdo. De vez en cuando mis nietas me llaman por esa cuestión –explica Annedette, apuntando a un android que se cargaba sobre una base.

-Bueno sí… de hecho me considero bastante ignorante aún en muchas cosas.

-Entonces te queda mucho por aprender, začátečník.


        Durante un poco más de una hora, Annedette evitó hablar sobre su pasado y yo del mío. Conversamos de películas, escritores, mú-sica, Chile y sus falencias, Chile y su cultura, Chile y sus problemas. El segundo jarrón de Grog se había terminado. Me dice que nunca antes fue alcohólica hasta hace unos años, pero me explica que fue un intercambio equivalente por dejar el cigarro hace dos décadas. Le cuento que soy más caído al vino. Annedette lanza una risotada. “Chileno y curao”. No se lo niego y hacemos otro salud con Grog (ya había perdido la cuenta). 

-¿Te aterra tu futuro, začátečník? –pregunta Annedette. Por alguna razón, seguía llamándome así y no por mi nombre, pero no me molestaba.

-Siempre –respondo, dando un sorbo de Grog–, pero el terror nos hace humanos.

-Entonces te estás volviendo viejo –dice Annedette, riendo–, pero claro, no tan vieja como yo.

-Lo tengo asumido hace rato, desde cuando el pasado era mi presente.

-¿Has leído a Kafka?

-Aún no –respondo, avergonzado–. Está en mi lista eso sí. “Kafka en la orilla”, por ejemplo, aunque no es de él.

-“Od určitého okamžiku není návrat. To je bod, kterého je třeba dosáhnout” –dice Annedette, descolocándome.

-¿Kafka?

-“A partir de cierto punto en adelante no hay regreso. Es el punto que hay que alcanzar” –dice Annedette, con la mirada ida hacia la pileta–. Deberías leerlo.


        El tercer jarrón de Grog se acaba. Annedette me pide que la lleve a dar un paseo por el patio. Ya eran casi las siete de la tarde y el cielo empezaba a adquirir esos tonos que parecen óleos sobre tela. La silla de ruedas se me atascaba con cada adoquín salido, pero Annedette parecía muy borracha para notarlo o importarle. 

        Llegamos a una distancia prudente de la olvidada piscina, evitando asustar a los pájaros que tomaban agua de ahí. El tordo seguía abriendo el pico por comida. Annedette me empieza a contar de su pasado. De su familia inmigrante y sus hijos que habían fallecido.

        «Esta casa es casi tan antigua como yo, pero guarda secretos, casi tantos como los que ya he olvidado. Tú sabes cómo es en tu país, se olvidan de nosotros, pero así es el ciclo. Kafka lo explica bien. 

        Vitaly, mi esposo, falleció en dictadura. Tú sabes cómo eran. Creías que porque venías de Checo asumían que eras un marxista, pero nosotros nunca lo fuimos. Bueno, ¿quién iba a pensar que la derecha de aquí iba a ser peor aún? Vitaly siempre luchó. Por esta casa, por nuestra historia, nuestras tradiciones y por nosotros. Al menos, tengo el consuelo que su insignia de detenido desaparecido ya no existe. Encontraron sus restos… osamentas… En Atacama, el desierto ese. Un pasado que no se puede cambiar.»

        Annedette contiene su llanto, supongo que para no incomodarme. Le pongo una mano en el hombro, pero me hace un gesto dando a entender que no lo necesita. Me pide que rodeemos la piscina más cerca del borde. Noto algunos detalles en una estatua de mármol de dos ángeles abrazados, ambos sosteniendo la pileta, desde donde los pájaros ya habían volado. Pareciera que el ojo derecho de uno de los ángeles brilla…

        «Pero como yo, mi Vitaly era precavido. Él también tenía sus secretos, pero siento que los he guardado el tiempo suficiente. Por eso me parece casi un milagro de esos ángeles, el que hayas aparecido, začátečník” –dice Annedette, emocionada–. Bajo los ángeles hay un suterén bunkr o un bunker como le dicen ustedes. Precisamente de esa época nefasta. Nos salvó en más de alguna ocasión, pero Vitaly estaba obsesionado. En esos años, usó toda su inteligencia de ingeniería para ampliarlo. Antes que lo secuestraran esos hovnos de los militares, parecía que cada día se demoraba más en salir de ese agujero. Los planos los encontré hace poco, escondidos en nuestra pieza del segundo piso. Quizá te moleste saber que los quemé porque no quería que nadie más supiera de su secreto, nuestro secreto. Ahora, pienso que puso esos ángeles allí como un amulet...»

        Como si estuviera en un trance provocado por la voz de Annedette, no me percaté de la pistola hasta que dejó súbitamente de hablar. Era una Schwarloze 1900, de cañón largo y siete tiros, muy rara. La dejó con suavidad sobre sus piernas, mientras retomaba el relato.

        «… porque hoy tenía un plan y no te incluía a ti, začátečník, pero ahora eso cambió. En el ojo izquierdo de ese ángel hay una llave, la cerradura está justo en los pies ¿la ves? el pilar que sostiene la pileta es la escalera hacia el bunker, pero no te garantizo que esté en buen estado. Cuando la metas, la giras tres veces y luego hacia arriba. Ya no recuerdo la última vez que entré, ni las cosas que Vitaly habrá metido allí.»

        Observé con detención la olvidada piscina mientras imaginaba todo lo que me contaba Annedette antes que, para mi sorpresa, se levan-tara como si nada de la silla. Me miró con sus canas meciéndose por el viento, justo delante de sus ojos celestes. Los árboles respondían a su final. El pañuelo turquesa que le cubría el cuello parecían alas, las alas de alguien que decidió su destino. Me dio la espalda y caminó hacia la casa con el arma en la mano.

-Venías por tu historia y ya la tienes –dijo Annedette, desde el dintel trasero de la casa–. Procura hacerlo antes que llegue la policie. Como te dije recién, začátečník, a partir de cierto punto no hay regreso.

        Por un momento, la maldición del tiempo no pareció caer en esos metros cuadrados. Ni el golpe de estado ni el exilio, la muerte o los prejuicios morales y éticos bastaron para evitar lo que ella quería hacer. Me quede allí, escuchando cómo Annedette Schalpovzka de 79 años, ponía “Marche Slave” de Tchaikovsky a todo chancho, resonando en cada pared de la casa y el patio. 

Nunca escuché el disparo.

        El ángel proyectaba un leve destello desde el ojo. “Uno… dos… tres…” conté en mi cabeza, mientras subía la llave como ella me indicó y un click hizo rechinar las bisagras de una puerta olvidada por el tiempo. 

Una fría brisa rozó mi cara, provenía desde lo más profundo de la tierra.


domingo, 4 de abril de 2021

Venga Conmigo

Antes de posar los dedos sobre ambos gatillos de las metralletas Uzi, Paula ya le había dado play a Dirladada de José Alfredo Fuentes, canción que le recordaba que cada bala iba con un propósito: que no quedara ninguno vivo.

        Sin dudas ni temor alguno, los cartuchos se vaciaron atravesando a senadores y diputados por igual. Paula mantenía un semblante serio.


Están llegando ya por fin 

dirla dirladada


        Miró de reojo a los guardias, camarógrafos y personas no vinculadas al mundo político caer retorciéndose de dolor, cruzando los brazos sobre el vientre; el veneno en la comida los mantendría a ras de piso el tiempo suficiente, a salvo de la matanza. Paula mostraba una leve satisfacción. Confiaba en su buena puntería.

A los escollos del delfín

dirla dirladada


Uno de los delincuentes de terno y corbata se acerca corriendo y gritando. Paula desenfunda la escopeta recortada que lleva en la espalda, dándole un certero disparo –directo al pecho–; su camisa blanca, de inmediato, se mancha de sangre y el impacto lo empuja un par de metros atrás, enviándolo a rodar por las escaleras. Paula sonríe por el placer.


Dar rienda suelta al frenesí... 

dirla dirladada


        Paula cambió al fusil semiautomático, acribillando a los que trataban de abrir las puertas del congreso. También tuvo que matar a algunos guardias del presidente quiénes, pese al dolor de estómago, trataban de dispararle con un tembloroso pulso que era silenciado por Paula con una abanicada de balas.


Reedirlata dirlatata

dirla dirladada


        En el 2018, la empresa The Boring Com-pany dirigida por un despedido Elon Musk, sacó a la venta su primer lanzallamas llamado Not a flamethrower. Paula adquirió uno, modificó sus partes para lograr un mayor alcance con una llama más potente: diputados y senadores gritaban mientras recibían las llamas, algunos intentando cubrirse con otros, mientras corbatas y piel se derretían. El congreso no tardó en oler a ropa y carne quemada. Paula reía desenfrenada.


Que se oigan hasta en la bahía

dirla dirladada


        Paula siguió riendo cuando la emboscaron algunos pocos sobrevivientes. Cuatro se le aba-lanzaron para apresarla, mientras otros dos le golpeaban las piernas y la cara. Paula siguió riendo mientras sentía los golpes en distintas partes del cuerpo. Paula olía la victoria en el aire ahumado. Paula ignoraba lo que le ocurría, perdiéndose en el ruido de los aullidos de los quemados. Paula reía más fuerte con cada golpe y patada que le daban, le estaban destruyendo las costillas y las rótulas de las rodillas.


Hacer las camas y cantar

dirla dirladada

Y que se olviden de la mar

dirla dirladada


        Su marcapasos dejó de funcionar. El sistema que almacenaba en su cuerpo hizo estallar las bombas al no recibir ninguna señal vital de la usuaria. Una hilera de estallidos sacudió el suelo, haciendo que todo cayera los metros suficientes como para sepultar sólo lo necesario: el objetivo principal entre todas las sillas, muertos y escombros.

        Paula ya era una masa de piedras, huesos y piel sobre el suelo, mientras en alguna parte, por alguna razón, su pabellón auricular aun podía captar las ondas de la canción del celular –el que estaba a punto de apagarse.


De todas esas noches frías

dirla dirladada

De tantos gritos y agonías

dirla dirladada

Redirlata dirlatata dirla dirladada

Oooo dirlata dirlatata dirla dirladada