Emiliana nunca había sido buena para sonreír; ella siempre se había considerado una mujer más introvertida cuando se comparaba con sus amigas u otras mujeres de su misma edad; se la pasaba hundida en el celular, muchas veces escuchando música, leyendo artículos o dibujando garabatos en una app; no era mucho de establecer relaciones duraderas con otros, sentía que se aburrían de ella con facilidad.
Emiliana venía de una familia humilde donde alguna preocupación mínima costaba mucho para la familia. El único cuidado que podían permitirse era lavarse los dientes o, si no, “los perderán como el tío Roberto” –les decía su hermana mayor–. Emiliana lanzaba escuetas risas o evitaba mirar a la cara directamente, siempre temiendo lo peor.
Emiliana nunca se los arregló y, a medida que la imagen de una dulce, tímida y oscura niña iba desvaneciéndose con el tiempo, ella procuró cultivar su mente y alma.
A Emiliana no se le daban bien los ejercicios de meditación ni las disciplinas que incentivaban a alcanzar el nirvana, la conexión de los chacras ni un estado de calma emocional. Emiliana empezó a frecuentar el alcohol y las drogas desde los tiempos universitarios, alcanzando toda la tranquilidad que podía necesitar.
A Emiliana le fue también mal en el amor, tenía éxito con los hombres (más de alguno la psicopateaba por redes sociales o la invitaban a absurdas propuestas en sus autos), pero ella simplemente respondía con una sonrisa formada por ambos labios apretados y seguía caminando, ignorándolos a todos: ninguno le provocaba sensaciones placenteras, ese algo que algunas de sus compañeras sí sentían. Emiliana creía que la publicidad había hecho poco atractivos a quienes no sonreían: apagados, depresivos, tristes y solitarios. Emiliana nunca fue parte de ese selecto grupo de perfectas viditas.
Una noche, Emiliana se despierta ahogándose con algo en la entrada de la garganta, con algo que parecía vidrio astillado, reventando al mascarlos. Al escupirlos, su lengua no tardó en notar el espacio vacío tras el colmillo izquierdo superior: una muela se había hecho pedazos, dejando un solitario vestigio de diente y el resto, entre la saliva, la lengua y el paladar. Debido a que siempre ignoró las advertencias dadas por su cuerpo, Emiliana no tardó en confirmar sus sospechas: “hace años que usted tiene bruxismo” dijo el doctor. Emiliana apretaba tanto la mandíbula que, al cabo de dos décadas de vida, los dientes se le estaban trizando más y más. Emiliana ganaba un sueldo de mierda, le era imposible costear cualquier arreglo dental, sin embargo, le quedaba una posibilidad: implicaba levantarse a las 5am para ir al Cesfam y rogar por alcanzar uno de los 10 números, para que su Fonasa cubriera aquel servicio, sólo capeable con un termo de agua caliente y algo para comer. Emiliana se vio en esa escena, congelada, con los mocos cayéndosele, cabeceando sentada. Se sentía forzada a llegar ebria para olvidar el sueño y el frío, y reemplazarlo por la calidez de una botella de vino.
Emiliana olvidó la última vez que alguien le había visto los dientes con detención. Le llegó el 10%, pero no le alcanzaba para pagar todo sin tener que endeudarse –otra vez–. Era el abismo sin fin de las deudas y el dinero. Se tapó algunas piezas que se romperían y se limpió el sarro que volvería. Emiliana estaba cansada de un sistema que la empequeñeció hasta dejarla como un peón más para hacer girar la rueda. Atiborrada de inseguridad, pesimismo y una sensación de destrucción inminente, el cansancio de Emiliana no era solo físico, sino también mental; existía solo por respeto a los demás. Sueña una y otra vez con dientes; dientes destrozados; dientes con caries; placas de dientes. Una llamada la despierta de uno de esos sueños. Alguien le avisa de un programa del gobierno para “dar sonrisas”.
Comprendió muchas cosas, aborreció haber entendido otras. Un molde de dientes de acrílico, molde impreso en 3d para esconder la imperfección, dientes nuevos y falsos. Se ajusta de maravilla su mandíbula Señora Emiliana, decía un nuevo doctor; otro que le sonreía, como cada vez, antes de darle malas noticias.
Varios años pasaron cuando Emiliana alcanzó la tercera edad. Sus sobrinos la abrazaban en festividades familiares en las que no podías ausentarte, por muy huraña que fuera. Hermanas y otros parientes la empujaban en su silla de ruedas. Señoras desconocidas le limpiaban el culo, señoras desconocidas le lavaban la piel caída para que no se juntaran hongos, señoras desconocidas la vestían, señoras desconocidas le conversaban.
Ella sonreía con sus dientes falsos. Daba abrazos y besos en las mejillas de quienes no significaban nada para ella. Falsas expresiones de asombro, interés y felicidad plena: jamás tuvo algo similar. Todo su pasado lo recordaba como si fuera ayer. Lloraba con frecuencia, abrazada por los medicamentos y la oscuridad. La placa permanecía siempre en el mismo punto del velador, donde las noches de luna llena la iluminaba a través de las cortinas: ella era la estrella de este programa. Contaba los días del ciclo final, los albores de la muerte deseada.
Su familia no tardó en sospechar o, mejor, augurar un potencial suicidio, pero Emiliana apaciguaba las dudas con sus chistes fuera de lugar, su actitud extrovertida y sus largas historias sobre lo bien que la había tratado la vida. Ella fue sincera consigo, no para con los demás. Ahorró para darse la muerte que quería.
Emiliana pagó a las personas correctas para cumplirlo. “Cremación, pero quiero que mi sonrisa sea lo último que vean arder”. Los familiares llegaron ese día sin entender muy bien cómo sería todo. Rondaba un hermetismo total por parte de los herederos. Los abogados se limitaron a hacer público el testamento y consentimientos firmados ante notario; así ocurriría, sobre todo con un crematorio ya comprado en secreto, pero solicitado legalmente por Emiliana –mientras seguía con vida–.
Poco pudieron hacer los gritos de los familiares ante el cuerpo de Emiliana que ardía de pies a cabeza sobre el techo del crematorio. Dos telones blancos proyectaban un acercamiento en alta calidad de su cara y boca, respectivamente. Personal de seguridad, precontratado por Emiliana, impedía que los familiares interrumpieran la ceremonia, su ceremonia. La cara embellecida por la tanatopractora, presentaba una leve intervención en los pómulos de Emiliana: la droga inyectada provocaba más bien una mueca que una sonrisa, una sonrisa tiesa que invitaba a tener miedo, al menos, el tiempo suficiente antes que la piel se derritiera.
Un par de sillas, que fueron arrojadas por los familiares más sensibles, lograron golpear los proyectores, interrumpiendo el momento en que la placa de dientes de Emiliana se derretía junto a sus labios. Otro par de objetos, lanzados con fuerza, desestabilizaron la base que sostenía el cuerpo mientras era consumido por las llamas. Sus brazos crujieron como la miga negra de un pan quemado; las piernas se hicieron cenizas durante la caída; el torso se desplomó directa-mente sobre el suelo. Los pocos familiares que quedaban se llevaron las manos a la cabeza, otros siguen gritando, los niños lloran. Los autos dejan el lugar raudamente. Alguien hace lo obvio, lanzan agua de los floreros y la tapan con las prendas que pueden quitarse. La sonrisa de Emiliana desaparece.
No era un final feliz. No tenía que serlo.