Natalia se sentía a punto de estallar; sentía ganas de levantarse del asiento y gritar lo más fuerte que pudiera. Gritarle al reloj que colgaba de la pared, el que avanzaba sólo preocupado de gastar toda la pila con tal de cumplir su objetivo: dar la hora. Pero Natalia, recordando todos los Yogas, flores de Bach, Reiki y clases de Tai-chi, minimizó sus ganas de explotar, permitiendo que su cuerpo sintiera un relajo paulatino con cada “tic-tac” que oía sobre la gente: por sobre las peleas clienta-cajera, los jueguitos del celular, los niños llorando y las personas tosiendo. “Tic-tac”, el minutero sonaba mientras el horario estaba intacto en el número 12. Natalia no podía creer que aun usaran esos relojes anticuados, siendo que ahora existen cosas mucho más silenciosas. “Pero yo me relajo”, repetía en su mente mientras daba largos y profundos respiros seguidos de una exhalación. Natalia entraba en un estado en que todo alrededor de ella se llenaba de colores, desde las insípidas paredes hasta las desgraciadas caras de los demás. Con una alarmante calma y una sonrisa en la cara, Natalia sacó el celular y se metió a Instagram. Su dedo deslizaba a cada imagen que no le interesaba y en otras irrelevantes, su pulgar clickeaba dos veces sobre de las que sí quería saber más. Luego pasó al Whatsapp, contestando todo eso que había olvidado en las conversaciones grupales silenciadas y en los hombres que no le respondían, pero que igual trataba que lo hicieran. “Tic-tac”, levantó la mirada del celular y era su turno. Entró a la oficina de la mujer con pelo platinado, la que ya conocía, luego de venir a mostrar papeles y llorar todo el acto teatral que repetía de memoria, con tal que la deuda del crédito extendiera su plazo o le repactaran las cuotas. Mientras ella le explicaba lo que había que hacer, la mirada de Natalia se fue directo al Maneki-neko, siempre moviendo su pata izquierda en señal de abrirse al negocio, mostrando con distinción su moneda koban y sus cascabeles. Pero este gato culiao’ ni se mueve –pensó Natalia, fijándose en la capa de polvo que lo cubría, su mirada ida y la pata izquierda tiesa en un ángulo de 45°–. Natalia oía al gato gritarle “¡No les pagues, no les pagues!”. “Tic-tac”, cuando Natalia salió del banco, el sonido del reloj se desvaneció.
Tres horas al interior bastaron para que el clima cambiara. Se quitó el pañuelo y la chaqueta, se puso la mochila y volvió a la realidad. Natalia esperó el verde del semáforo mientras, frente a ella, tenía una pareja tomada de la mano. No pudo evitar hacer un escaneo prejuicioso de ellos. El hombre de unos 40 años, tenía un rollo en su cuello; su mentón sostenía a otro mentón, que se ocultaba dentro de un tercer mentón dándole una cara mucho más larga; los lentes ópticos parecían pequeños entre tanta piel, la que era cubierta por un jockey con la visera hacia atrás; la polera sostenía las dos tetas que caían sobre su guata hinchada de cerveza, dándole un tercer neumático sobre la cintura; por el contrario, sus brazos y piernas eran bastante delgados en comparación a todo lo demás. Su pareja corría la misma suerte: las alas de murciélago le caían de los antebrazos; bajo los hombros y desbordándose del top, las lonjas de piel se caían, mostrando un torso que alguna vez lució una cintura; unos muslos grandes sin culo y un cabello desteñido que necesitaba urgente una coloración. En la mano que les quedaba libre, ambos sostenían una botella de coca-cola a medio terminar. El semáforo dio el verde y Natalia avanzó tras ellos viendo su peculiar manera de caminar.
“Tic-tac”, sonaba en los oídos de Natalia. ¿Por qué escucho el reloj aun? –se preguntó mientras volvía a pensar en las flores de Bach, Reiki, Tai-chi y el Yoga–. Hay alguien acá con el que no estoy vibrando, pensó Natalia, ¿serán esos guatones culiaos’ del frente? “Tic-tac”, Natalia caminaba con calma por las calles, usando la métodología “Slow” de tomarse todo con tranquilidad.
Contaba los pasos sobre cada adoquín de la vereda, mientras veía con repulsión cómo se alejaba la pareja frente a ella. No tenía por qué ir apurada, ya había terminado el trámite del banco.
Natalia sonreía a las paredes grafiteadas, a los vagabundos que pedían limosna e ignoraba a los que le ofrecían un plan de DirectTV que no necesitaba.
“Tic-tac”. ¿De dónde viene ese ruido, culiao’? –pensó Natalia mientras miraba al hombre frente a ella–. ¿Dónde he visto a este gueón? Natalia lo reconoció a tiempo, antes que el semáforo diera la luz roja. Era el Manu del colegio. Ya no era el perkin del fondo de la sala, Manu se había tonificado, se había bronceado y, hasta incluso, estaba más alto, con una buena pinta, con una gabardina negra que le cubría una abultada musculatura. ¿Hará Yoga este gueón ahora?
-¡¿Manu?! –preguntó Natalia–. ¿Manuel Concha?
-¿Hola? –contestó Manuel, un poco ido–. Sorry pero… no cacho quién…
-¡Del colegio po’, Manu! –gritó histérica Natalia, antes que las personas que esperaban el semáforo notaran su vergüenza por no ser reconocida–. ¡¡¡TE ACORDAI’ NO’ CIERTO”!!!
-Tu ibai’ en el 4to C… –contestó Manuel con una voz apagada–. Te invité a la licenciatura y me dijiste que no.
Natalia se paralizó. Lo había olvidado por completo. Quizá, si lo hubiera recordado, no le hubiera hablado. Natalia recordó ese recreo de las 11:30 cuando el Manu se acercó a ella interrumpiendo una conversación con sus amigas, la llevó a un lado para proponerle ser su acompañante. Natalia recordó su estridente risa, su caricia de consuelo en la cara de Manuel y el matonaje en el anuario del colegio. Tranquila, Natalia… Céntrate: respira y después respondes. Respira y después….
-¡Ay, pero Manu! –gritó Natalia, viendo que el semáforo pasaba a verde–. ¡Eso fue hace tanto rato!
-Para mí, fue como si hubiera pasado ayer –contestó Manu en seco.
Tic-tac
Tic-tac
Tic-tac
Natalia escuchó con claridad el sonido. Esta vez no podía estar equivocada y no lo estaba. Manuel Concha estaba cargado con explosivos, todo el fondo de su gabardina, desde los hombros hasta lo que caía bajo su cadera. Había planeado hacerlo en La Moneda, le faltaban pocas cuadras, pero no podía dejar pasar esa oportunidad. Esa única y final oportunidad de volar en pedazos a Natalia Muñoz Correa, la del 4to C.
“Tic-tac”, escuchó Natalia cuando el Manu la abrazaba inesperadamente. Sus manos lo rodearon, percibiendo un calor que no sentía hacía tiempo. Quizá, esta era su oportunidad de, por fin, tener a alguien.
Era la reivindicación que le daban sus chackras alineados, la alineación de su sintonía, su karma tan bien cuidado, la recompensa de ser vegana, el carpe diem, los libros de Coehlo, las enseñanzas de Pilar Sordo o su silenciosa esperanza de la calma que tarde o temprano le traía buenas…