Justo bajo mis pies estaba el canal donde solía jugar, ahora mismo me separaba del agua una gruesa capa de concreto. Ahora, aquí mismo, sobre el agua, se había levantado una plaza con juegos y máquinas de ejercicios de fantasía. El suelo era tosco y ni siquiera amigable como lo era caerse sobre la tierra y hacerse un raspillón; esto era para que te dejara el hueso expuesto y la sangre desparramada. Por lo general, siempre había jóvenes allí y los adultos venían a fumar marihuana o, de vez en cuando, pasaba un viejo con un vino en caja en formato Mini –de esos que hasta, casi tiernos, precipitaban sobre los labios morados–.
No tenía problemas en
fumarme un cigarro cuando quisiera, ni tirarme las güeas de vez en cuando. En
el fondo era una pega simple: vigilar que usaran mascarillas, conservaran la
distancia e informar de cualquier conducta sospechosa a los supervisores.
El primer día busqué los
puntos ciegos de las cámaras, donde podía fumar una cola que tenía guardada del
día anterior. Al ser una plaza más larga que ancha, habían lugares donde
simplemente no aparecía nada en la cámara, excepto, tal vez, el misterioso humo
que emanaba de algún lugar (yo mismo lo comprobé).
A las 13 horas ya no había
nadie. El toque de queda, total, empezaba a las 14 y ya todos lo habían
normalizado. La última hora la ocupaba en cerrar el portón eléctrico de ambos
extremos de la plaza. Abría la app en el celular de la empresa y luego de un
pitido, éstas se cerraban como el portón eléctrico de una casa cualquiera: el
alambre de púas brillaba bajo el sol del verano. “Bien, la otra”, me dije,
mientras caminaba al otro extremo, unas tres cuadras más allá.
No siempre ocurría, pero,
de vez en cuando, dejaban botellas selladas listas para ser consumidas. Esta
botella asomaba su cuello por sobre una bolsa negra, al lado de unas latas
aplastadas y una caja de Gato. Le disparé con el desinfectante y apunté con la
cámara; la app analizaba la imagen buscando rastros de infección, arrojando un
porcentaje en color verde si era seguro, seguido de un pitido de aprobación:
era una botella de Absenta. Para la actuación de frente a la cámara, metí todo
dentro de la bolsa y me alejé en dirección al basurero. Saqué la absenta, le
disparé unos cuantos chorros más de desinfectante y me la guardé dentro del
overol, subiéndome el cierre. Metros más allá, me detuve en un punto ciego, saqué
el copete y rompo el sello de seguridad, dando un largo sorbo que me quema la
garganta y el estómago consecutivamente. Un gran número 80 se asomaba en el
borde de la etiqueta, ochenta grados. “Mierda”.
Dos sorbos más y seguí
hasta el otro portón. Unos milicos pasaron por fuera, mirándome. Quizá
esperando a que los saludara de vuelta. No ocurrió. Uno me lanzó una mirada de
odio y siguieron su rumbo. Me levanté la mas-carilla y escupí al suelo. El
portón se demoraba una eternidad en cerrarse. Una patrulla de los pacos pasó
por fuera, con el mensaje pregrabado que le recordaba a la gente quedarse en la
casa por el virus. Otros chicos con overoles les empezaron a tirar pintura y
piedras. Disparos al aire. Varios detenidos al suelo. ¿De dónde aparecen tantos
pacos tan rápido? La absenta me estaba nublando la visión en cosa de minutos.
Era peor que el Covid.
- Buenas tardes –dicen del
otro lado de la cerca–. Carnet de identidad.
- Chúpalo –dije,
escuetamente.
- ¿Qué? –dijo el milico,
incrédulo.
- Que no lo tengo –contesté
de nuevo, apuntando hacia la cabina–. Está allá atrás. Trabajo aquí.
El milico se dio la vuelta
y llamó al que lo acompañaba. Pude oír que decía: Espérate acá, que voy a hacer
un control. Como un autómata, el tipo se clavó con el fusil en la mano, fuera
de la reja, mientras ésta se cerraba con el pitido.
- Yo lo sigo –contesta el
milico–. Avance.
- Usted no me puede hacer
control de identidad –le respondo, sin moverme del lugar.
- Según lo informado en la
cadena nacional del pasado…
- No veo tele –contesté–.
Hace muchos años que dejé de escuchar a los presidentes.
- La ley cambió, caballero.
Ahora tenemos todas las facultades.
- ¿Ah, sí? –no fue la
respuesta que el milico esperaba, el otro estaba mirando de reojo desde fuera–.
No me sorprendería, hace rato que el planeta se fue a la mierda.
Fue un momento tenso. No
sé si fue el calor de la absenta, el temor que supieran que estaba tomando, el
inminente peligro o la pura rabia de tener que verles la cara justo cuando
terminaba el turno, pero permanecí inmóvil. El milico era de mi estatura, no
muy alto ni muy bajo, pero la diferencia es que yo sabía que en esa cabeza no
había nada: era un cuesco de palta vacío.
“Acceso a booteo: 181019. ¡Ejecutar!” –dije en voz alta–. Para mi sorpresa, el efecto fue de inmediato.
Tanto el que me quería interrogar como el milico que estaba afuera se giraron
con los ojos abiertos de par en par hacia mí. “Bien” –me dije– “ejecutar comando: 239” –continué, mientras el
milico respondía cortado–.
- La autorización para esta acción es insuficiente, para… “Ejecutar comando: 239, código: gentedemierda” –lo interrumpí, modulando cada palabra–.
- Código aceptado
–contestaron los autómatas.
Abrí el portón para que el
milico saliera. Ambos se miraron y avanzaron a paso firme hacia los pacos que
estaban golpeando a los manifestantes. El “comando 239” tenía un solo
objetivo, asesinar a cualquiera que estuviera ejerciendo la violencia, no
importara quién.
Los organismos sintéticos
estaban siendo explotados hace décadas. Cuando estalló la guerra bacteriológica
en el 2020 y, luego de que la población mundial disminuyera drásticamente, las
fecundaciones y experimentaciones con éstas fueron altamente desarrolladas por
empresas y conglomerados privados, en pro de la carrera por la inmunidad
prolongada, especialmente ante cualquier amenaza viral que volviera a poner en
peligro la existencia de la humanidad.
¿El resultado?: nefasto
–como siempre–: clones descontrolados, androides con recuerdos que
nunca tuvieron, robots rebeldes, espías de tornillos y piel, animales
recargables y, por supuesto, grandes cantidades de militares robotizados,
ideales para estar horas y horas de pie ejerciendo la ley: su ley. Como todo
organismo sintético, no estaban exentos de fallas. Bastaba con que supieras qué
palabras decir y qué números saber, como hackear las máquinas de bebidas con
sólo presionar la secuencia correcta de teclas.
Volví a la cabina a
bajarme el Absenta, aún quedaba media hora para el toque de queda. Se
escucharon varios disparos a lo lejos, varios gritos.
“Ugh, como quema esta cosa
¿ah?”, me dije, mientras la botella verde azulada parecía tener la respuesta a
todos los problemas de ese y los días siguientes.