-Tengo unos pañales, pero son G.
-¡Sí! Es que encontré estos aceites de coco nomas’, pero
ni sé cómo preparar esta cuestión.
-Soy vegano, así que sí me sirven.
-¡Muchas gracias!
Una vez hecho el trueque, Daniela guardó el paquete de
pañales y salió de la bodega. Entre la gente, el piso resbaladizo y las bolsas
aplastadas, pudo ver una caja con paquetes de harina, con algunas bolsas aun
sin reventar. Al tomar algunas, la espalda le dolió de inmediato. La mochila ya
estaba repleta, pero debía aprovechar: mal momento para estar cesante y ser
madre soltera.
Las
filas que avanzaban lentamente se convirtieron en una masa enardecida cuando
los escucharon. A dos horas del toque de queda, los milicos ya estaban
disparando.
Daniela se escabulló por las bodegas del supermercado en
el que había trabajado hacía años, pero aun recordaba los atajos que usaba para
ir a fumarse un cigarro. Para su mala suerte, jadeando por el peso de las cosas
que cargaba, un militar le devolvió la mirada igual de sorprendido que ella.
-¡Suelta eso, conchatumare! –gritó el milico apuntándole
con el fusil. Daniela dio un grito y botó la caja al suelo–. ¡Ahora!
-¡Son cosas pa’ mi hija, gueón! ¡Pura comida y pañales!
El milico avanzó hacia ella aún apuntándola. Dio un
vistazo a la cajas con harina desparramadas y le dijo que se quitara la
mochila. Varios pañales apretujados unos contra otros le demostraban que no
mentía.
-Mira, la verdad es que no soy milico –le confesó,
bajando drásticamente su tono de voz–. Estoy acá para provocar caos solamente,
pero no para defenderlos a ustedes.
-Pero en la tele…
-La tele está controlada, señora. No se informe con eso.
-¿Quién es uste’ entonce’?
-Somos agentes de caos, como le dije. Infiltrados.
Seguramente lo ha escuchado
–contestó el milico, disparando al aire. Daniela se llevó las manos a las
orejas–. ¡No se asuste! Si sólo estamos conversando.
-Me quiero ir…
-Todavía no se me puede ir –dijo el milico, con voz
maliciosa–. Mis compañeros no son tan benevolentes como yo, pero eso no sale en
las noticias.
-Yo… Tengo que ir a ver a mi hija… Ella…
-Oiga, oiga, tranquila, si le dije que no le voy a hacer
nada –dijo el milico, volviendo a disparar al aire–. Mire, la cosa es que el
sistema está mal hace rato. Entonces esto es parte de ello, todos nos estamos
subiendo al carro, pero parece que nadie quiere bajarse todavía.
-En… entonces que dice uste’... ¿Qué sigamos?
-Esto ya cambió, señora. Solo puede seguir, no parar.
-Entonces… ¿me puedo ir?
-Claro, señora. Retírese por este lado mejor, así nadie
la verá.
-Antes de irme –dijo Daniela, cerrando su mochila y
recogiendo los paquetes de harina que le cabían en las manos–, ¿uste’ trabajó
acá antes, cierto? ¿antes de meterse al servicio?
-Así es. Vivía acá antes.
-Me imaginé, porque no todos saben de este lado.
-Sí, también me venía a fumar mis cositas aquí –dijo el
infiltrado, mirándola a los ojos–. ¿Cuál era su nombre?
-Da… Eh… Andrea… Me llamo Andrea.
-Váyase, Andrea, mire que las balas acá no perdonan.
-¿Y su… nombre?
En cosa de minutos, gran parte del supermercado ardía.
El cabo Joaquín se fumó un cigarro luego de arrastrar por los brazos el cuerpo
de Daniela. Se detuvo unos minutos al lado de uno de los focos de incendio,
prendió un cigarro y lanzó el cuerpo al fuego. El humo del incendio, carne
chamuscada, nicotina y caos, todo mezclado en cada inhalada de un cigarro que
no filtraba todo.
El cabo Joaquín esperó el mensaje por la radio: “Prensa y
bomberos”. Se desnudó en instantes. Tiró el uniforme al fuego. Mientras recogía
la ropa que pilló y, casi a modo simbólico, tomó la mochila de Daniela
atiborrada en pañales. Joaquín pensó en sus hijos y esposa, que esperaban con
inocencia y nerviosismo al padre. Se quedó pasmado mirando el cadáver con piel
derretida arder poco a poco. Los ojos se le clavaron sobre las llamas, un hilillo
de baba le colgó por la comisura de la boca, la saliva sabía a cenizas.
Joaquín, cubierto por una capucha y cargando unos
pañales.
Joaquín, ocultándose entre el atardecer y los gritos.
Joaquín, corriendo entre la multitud protestante.
Joaquín, sacándose la foto para el instagram.
Joaquín, acostumbrado a oler las lacrimógenas.
Joaquín, con la pega terminada.
“Ahora a dormir un ratito, que mañana seguimos”.