Me tiento sin más a dar el paso, a tocar la puerta de la desconocida. Parece que dos viejas palmeras me miran. Casi puedo oler a las palomas que ululan entre las hojas.
El citófono no tarda en sonar. “¿Diga?”. Entonces le explico todo: que era escritor, que había llegado hace poco, que me gustaba su casa que parecía antigua, que andaba buscando una historia. “¿Es periodista uste’?”. Me río. Entonces ella corta y la puerta se abre lentamente hasta quedarse trabada; apenas pasé.
El pasto del lugar estaba entre seco y verde. Un par de pimientos, más palmeras y uno que otro árbol que desconocía, rodeaban el sendero por donde entraban y salían los autos. La casa estaba un poco más al fondo, la que te transportaba al 1900 o una década similar, haciendo olvidar la distribuidora de comida de mascotas del otro lado de los muros del terreno; o la villa Las Encinas al lado izquierdo, con casas normales y de modelos repetidos.
Noté las señales dejadas por una enredadera ya seca y casi inexistente, donde sólo su sombra adornaba la pintura que resistió los embates de la luz: la habían arrancado hacía años. Pareció que en algún momento cubrió desde las puertas hasta las ventanas, donde las vigas expuestas del tejado mostraban el paso de los años.
“Es raro que venga alguien para acá en la semana”, dice la señora, saliendo de otra puerta que no había visto. “Mire el pimiento ese, arriba; esos tordos son parásitos, le botan los huevos a los otros pájaros para poner los suyos”. La señora no tenía intención de saludarme así que seguí mirando a donde me indicaba, sin poder ver nada de lo que decía. “Entonces el gorrión tiene que alimentarlo como si fuera suyo, pese a que no parece darse cuenta o importarle que su hijo sea totalmente negro y del doble de tamaño que él. Sus papás se sacan la cresta, el doble de trabajo para alimentarlo. ¿Ve? Ahí está pidiendo comida de nuevo”. Entonces escucho al tordo y a dos pájaros más chicos llegar. Se nota que le regurgitan algo y el pájaro vuelve a chillar, mientras ambos gorriones vuelan en búsqueda de más comida.
-Entonces –dice ella, extendiéndome la mano–¬. ¿Eres de los normales o de los parásitos?
-Eh…Buena pregunta –contesté, saludándola con un ligero apretón de manos–. Soy escritor, así que debo estar en un punto intermedio.
-Bien –responde ella, dándose la vuelta en la silla de ruedas–. ¿Me echai’ una manito entonces?
Por el costado que no había visto de la casa, había una rampla por donde la señora entra con facilidad. Me dice que se llama Annedette Schlapovska, la última de la camada de inmigrantes checoslovacos que empezaron a llegar desde 1948, cuando se instauró el régimen socialista en su país; algunos de ellos llegaron hasta Argentina o Chile, dispersándose por el norte y sur.
No tardo en notar ese olor a naftalina de la tercera edad, ese aroma particular que desprenden. De alguna forma y, pese a estar a espaldas de Annedette, ella parece tener ese sexto sentido más agudo que nunca.
-Sé cómo huele, porque yo también lo huelo –dice ella–. Antes no olía así ¿sabe?
-Me imagino –contesté–, pero todos olerémos así en algún momento. Es algo de la piel.
Annedette me pide que la acompañe a la cocina, donde tiene un vaso ya servido de Grog, un clásico trago checoslovaco a base de Ron. Me dice que saque un vaso y lo llene hasta el tope. Obedezco y después me siento en una silla de mimbre más cómoda de lo parece. Las paredes del lugar lucen un papel tapiz de aspecto ya oxidado y sucio, gracias al mismo vapor de toda cocina que lo engrasa todo. Las despensas eran de un café roble, con un desgastado barniz, algunas pareciera que no se abrían desde hacía años. En ambos costados de la cocina había dos ventanales grandes, uno de ellos daba hacia el muro donde estaban las dos palmeras de la entrada; la otra, hacia una piscina desteñida y sin agua. El tordo con sus “papás” gorriones se bañaban en la pileta, que tenía muy poca agua debido a las últimas lluvias. Annedette, como me pasa siempre con las mujeres, tomó la iniciativa al verme callado.
-Y ¿hace cuánto que tú escribes? –pregunta, dándole un largo sorbo al vaso de Grog, acabándolo y sirviéndose el siguiente–. Y no te preocupes, no es veneno ni nada.
-Gracias –contesté, con una sonrisa incómoda. También me tomo el vaso al seco; ella lo vuelve a llenar–. Escribo hace poco, solo algunos años.
-Začátečník –dice Annedette, tomando otro vaso al seco–. Un principiante.
-Eso era… ¿checo?
-Así es. No lo uso mucho, pero lo recuerdo. De vez en cuando mis nietas me llaman por esa cuestión –explica Annedette, apuntando a un android que se cargaba sobre una base.
-Bueno sí… de hecho me considero bastante ignorante aún en muchas cosas.
-Entonces te queda mucho por aprender, začátečník.
Durante un poco más de una hora, Annedette evitó hablar sobre su pasado y yo del mío. Conversamos de películas, escritores, mú-sica, Chile y sus falencias, Chile y su cultura, Chile y sus problemas. El segundo jarrón de Grog se había terminado. Me dice que nunca antes fue alcohólica hasta hace unos años, pero me explica que fue un intercambio equivalente por dejar el cigarro hace dos décadas. Le cuento que soy más caído al vino. Annedette lanza una risotada. “Chileno y curao”. No se lo niego y hacemos otro salud con Grog (ya había perdido la cuenta).
-¿Te aterra tu futuro, začátečník? –pregunta Annedette. Por alguna razón, seguía llamándome así y no por mi nombre, pero no me molestaba.
-Siempre –respondo, dando un sorbo de Grog–, pero el terror nos hace humanos.
-Entonces te estás volviendo viejo –dice Annedette, riendo–, pero claro, no tan vieja como yo.
-Lo tengo asumido hace rato, desde cuando el pasado era mi presente.
-¿Has leído a Kafka?
-Aún no –respondo, avergonzado–. Está en mi lista eso sí. “Kafka en la orilla”, por ejemplo, aunque no es de él.
-“Od určitého okamžiku není návrat. To je bod, kterého je třeba dosáhnout” –dice Annedette, descolocándome.
-¿Kafka?
-“A partir de cierto punto en adelante no hay regreso. Es el punto que hay que alcanzar” –dice Annedette, con la mirada ida hacia la pileta–. Deberías leerlo.
El tercer jarrón de Grog se acaba. Annedette me pide que la lleve a dar un paseo por el patio. Ya eran casi las siete de la tarde y el cielo empezaba a adquirir esos tonos que parecen óleos sobre tela. La silla de ruedas se me atascaba con cada adoquín salido, pero Annedette parecía muy borracha para notarlo o importarle.
Llegamos a una distancia prudente de la olvidada piscina, evitando asustar a los pájaros que tomaban agua de ahí. El tordo seguía abriendo el pico por comida. Annedette me empieza a contar de su pasado. De su familia inmigrante y sus hijos que habían fallecido.
«Esta casa es casi tan antigua como yo, pero guarda secretos, casi tantos como los que ya he olvidado. Tú sabes cómo es en tu país, se olvidan de nosotros, pero así es el ciclo. Kafka lo explica bien.
Vitaly, mi esposo, falleció en dictadura. Tú sabes cómo eran. Creías que porque venías de Checo asumían que eras un marxista, pero nosotros nunca lo fuimos. Bueno, ¿quién iba a pensar que la derecha de aquí iba a ser peor aún? Vitaly siempre luchó. Por esta casa, por nuestra historia, nuestras tradiciones y por nosotros. Al menos, tengo el consuelo que su insignia de detenido desaparecido ya no existe. Encontraron sus restos… osamentas… En Atacama, el desierto ese. Un pasado que no se puede cambiar.»
Annedette contiene su llanto, supongo que para no incomodarme. Le pongo una mano en el hombro, pero me hace un gesto dando a entender que no lo necesita. Me pide que rodeemos la piscina más cerca del borde. Noto algunos detalles en una estatua de mármol de dos ángeles abrazados, ambos sosteniendo la pileta, desde donde los pájaros ya habían volado. Pareciera que el ojo derecho de uno de los ángeles brilla…
«Pero como yo, mi Vitaly era precavido. Él también tenía sus secretos, pero siento que los he guardado el tiempo suficiente. Por eso me parece casi un milagro de esos ángeles, el que hayas aparecido, začátečník” –dice Annedette, emocionada–. Bajo los ángeles hay un suterén bunkr o un bunker como le dicen ustedes. Precisamente de esa época nefasta. Nos salvó en más de alguna ocasión, pero Vitaly estaba obsesionado. En esos años, usó toda su inteligencia de ingeniería para ampliarlo. Antes que lo secuestraran esos hovnos de los militares, parecía que cada día se demoraba más en salir de ese agujero. Los planos los encontré hace poco, escondidos en nuestra pieza del segundo piso. Quizá te moleste saber que los quemé porque no quería que nadie más supiera de su secreto, nuestro secreto. Ahora, pienso que puso esos ángeles allí como un amulet...»
Como si estuviera en un trance provocado por la voz de Annedette, no me percaté de la pistola hasta que dejó súbitamente de hablar. Era una Schwarloze 1900, de cañón largo y siete tiros, muy rara. La dejó con suavidad sobre sus piernas, mientras retomaba el relato.
«… porque hoy tenía un plan y no te incluía a ti, začátečník, pero ahora eso cambió. En el ojo izquierdo de ese ángel hay una llave, la cerradura está justo en los pies ¿la ves? el pilar que sostiene la pileta es la escalera hacia el bunker, pero no te garantizo que esté en buen estado. Cuando la metas, la giras tres veces y luego hacia arriba. Ya no recuerdo la última vez que entré, ni las cosas que Vitaly habrá metido allí.»
Observé con detención la olvidada piscina mientras imaginaba todo lo que me contaba Annedette antes que, para mi sorpresa, se levan-tara como si nada de la silla. Me miró con sus canas meciéndose por el viento, justo delante de sus ojos celestes. Los árboles respondían a su final. El pañuelo turquesa que le cubría el cuello parecían alas, las alas de alguien que decidió su destino. Me dio la espalda y caminó hacia la casa con el arma en la mano.
-Venías por tu historia y ya la tienes –dijo Annedette, desde el dintel trasero de la casa–. Procura hacerlo antes que llegue la policie. Como te dije recién, začátečník, a partir de cierto punto no hay regreso.
Por un momento, la maldición del tiempo no pareció caer en esos metros cuadrados. Ni el golpe de estado ni el exilio, la muerte o los prejuicios morales y éticos bastaron para evitar lo que ella quería hacer. Me quede allí, escuchando cómo Annedette Schalpovzka de 79 años, ponía “Marche Slave” de Tchaikovsky a todo chancho, resonando en cada pared de la casa y el patio.
Nunca escuché el disparo.
El ángel proyectaba un leve destello desde el ojo. “Uno… dos… tres…” conté en mi cabeza, mientras subía la llave como ella me indicó y un click hizo rechinar las bisagras de una puerta olvidada por el tiempo.
Una fría brisa rozó mi cara, provenía desde lo más profundo de la tierra.