sábado, 29 de mayo de 2021

Última palabra

 

El clima se había vuelto estéril. Las lluvias eran una anestesia barata. No tenía ninguna respuesta clara. El cité poco a poco se iba vaciando y yo era de las últimas en pie. Con el estallido ya había cambiado bastante mi clientela. Muchos viajes a la periferia, en donde ni el toque de queda ni las lacrimógenas llegaban, pero las lucas eran pocas. Me obligué a gastar menos con tal que no me echaran a la calle. Iba repuntando, pero el 3 de marzo empezaron los verdaderos problemas.

El virus había infectado a varios clientes que conocía. Algunos no volvieron a hablarme, otros mandaban pantallazos de los exámenes con los “positivo” y los rechazaba; pero algunos… como todos, mentían descaradamente, lo que terminaba en puteadas mutuas y yo corriendo por subirme al Uber. ¿con quién los iba a denunciar? Nadie protegería a una puta.

Miré la cajetilla y ahí estaba, el último Pall Mall azul; la cerré. Miré por la ventana y vi a unos médicos con overoles, mascarillas y antiparras; sacaban en camilla a alguien del 408, justo frente al mío –pero cruzando el patio–, tapado con una sábana blanca. No tardó en timbrar el teléfono del casero y él sonaba más preocupado de lo normal: “Creo que nos van a clausurar, señorita Elly”. El comienzo del fin, mientras escuchaba los rociadores con desinfectante por todo el patio y el aroma colándose a mi pequeña pieza.

“¿Señorita Elly?”, escuché por el auricular, pero no pude responder. Sentí un nudo de desesperación y rabia, vaticinando los posibles futuros que se acercaban. ¿A dónde mierda podría arrancarme de esto? Durante la mañana, otros inquilinos empezaron a abandonar, por cuenta propia, el cité. Algunos de ellos conversaban entre lágrimas, mientras la mascarilla les tapaba las muecas de preocupación; iban y sacaban los muebles de quiénes se mudaban. El casero no me llamó más, suponiendo que estaba al mismo nivel de preocupación. Salí al balcón a fumarme el último cigarro.

Del 412 salió el mudo, nadie sabía su nombre. Con un gesto me pidió unas quemadas, mi cigarro iba a menos de la mitad, se lo regalé. Baboseaba bastante la boquilla. Se puso a metros de mí, con los brazos apoyados en la baranda. Día soleado, pero el sol no abrigaba; sentía poco o nada de calor desde hacía semanas. El mudo sacó su celular, escribió y me lo mostró: ¿Que vai’ a hacer con la pega? Si hay un hombre a quién podía contarle cosas, era uno que no me podría responder nunca. Hice un gesto de no tener idea, levantando mis hombros; el mudo esbozó una sonrisa.

Esa noche me costó conciliar el sueño. La incertidumbre me hacía sudar. Gemidos de dolor ahogado, sollozos entre las sábanas, la otra mitad congelada de la cama. Era la soledad que siempre quise, pero no de esta manera.

El casero me dio la noticia a la mañana siguiente, mientras mirábamos a los tipos con traje de astronauta volver a entrar. “El mudo se mató”. Cuando lo sacaban en la camilla, escuché a los tipos decir “positivo” mientras rápidamente inundaban el lugar con sus aerosoles. “Sólo queda usté”, continuó, mientras se me arrancaba la esperanza de entre los dedos. “Tendré que cerrar mañana, no puedo seguir pagando los gastos comunes por mi cuenta… Lo siento tanto señorita Elly, pero usté sabe cómo…”. Lo sabía, no era necesario que me repitieran lo que había escuchado en tantos lados y de tanta boca. Bocas llena de asquerosa lascivia y whisky barato. Vi al mudo perderse fuera del portón del cité. “¿Me contagió?”, pero me había liberado de las garras de enfermedades peores en situaciones de contacto mucho más íntimo.

Me quedaba  una opción, la más baja. Esa última mañana me duché y arreglé como si me fuera a tocar el cliente más caro. La mejor ropa que tenía: semiformal en modo pega, lista y dispuesta. El casero solo me podría decir que sí, el trueque más antiguo. No podía quedarme en la calle, no podía.

Sus dos hijos pequeños revoloteaban cerca de la caseta de entrada. Su esposa estaba con la camioneta atiborrada de muebles y mercadería, abrazándolo entre lágrimas. Los contagiados habían superado el millón a nivel nacional, me decía ella. Y el primer día que supe, recién iba en 1. Me encantaría que me abrazaran como ella a él. Me encantaría volver a ser una niña despreocupada o, al menos, a cualquier edad antes de la primera regla. Me encantaría haber tomado otras decisiones. Me encantaría.

           Para mi sorpresa, la camioneta se va sin el casero. Él los despide con lágrimas de cocodrilo. Sola en el patio del cité, lo veo cerrar el portón una vez más. El casero me mira como nunca antes lo había hecho. Su semblante había cambiado. El tipo se baja los pantalones y se asoma una diminuta erección.  Estoy listo, señorita Elly

–dice– ya no importa nada, si total ellos jamás la conocerán a usté. Quedo paralizada. Aun desnudo de la cintura para abajo, saca el celular y lo escucho llamar: “Vengan, estamos listos”.

El viejo me ahorra el trabajo de acercarme a él. Viene como una estampida hacía mí. El gas pimienta lo paraliza de inmediato, mientras me insulta como lo han hecho otros hombres. Le doy una patada donde duele, en lo que debería ser un pene. Pese a sus patadas, logro echarle gas pimienta allí mismo. El viejo grita de dolor, le lanzo toda la carga en los ojos mientras agito el aerosol con desesperación. Me voy corriendo a buscar las pilchas. Lo que sea. Una maleta aunque fuera. Todavía tenía que quitarle la llave. “¡Me tragué la llave, puta!”, lo escucho gritar desde el patio, “¡no vai’ a salir de acá, maraca culiá!”. Me desespero. Bajo al patio con un tenedor mientras aún se retuerce en el patio. Inhalo profundo antes de lograr calmarme y decir: Entonces, te la voy a tener que sacar.

Han pasado un par de horas desde el forcejeo inicial. Muchas veces había estado manchada de sangre, pero no como ahora; el tibio rojo sobre el suelo me hipnotizaba. Era un pegajoso éxtasis. Siempre quise matar algún cliente, algún ex, algún hombre. Mis manos temblaban sobre su piel pálida y rostro frío, acariciándolo. “¿Estás listo para mí?”, susurro cerca de su cabeza y frotando mi mejilla como una gata; la muerte me ponía muy coqueta. Claro, no fue fácil con un tenedor, pensé mientras apretujaba con fuerza su cabeza entre mis piernas. Algo se trizó en el interior. La sangre brota como el jugo de un tomate podrido. Sí, la llave. Sigue allí, la lancé lejos. No quería irme aún, quería disfrutar. Su celular suena. El que llamaba era un “Sargento Contreras”.

Me levanté corriendo a la caseta del viejo de mierda. Busco entre su desorden, quiero ese baúl que él siempre usaba como taburete, ese que contenía TODOS sus secretos. No tardé en entender que era un militar con ya dos décadas de retiro. Mientras estoy allí, veo por las cámaras de vigilancia los camiones con milicos estacionándose en las afueras. Me confié. ¡Estúpida! ¡Como tan Güeona!, grité desconsolada en el eco de un cité sangriento y solitario.

Los milicos golpean con las culatas, llamando por el “Coronel Oñate”. El celular sigue en silencio boca abajo. Estoy en la última habitación. El casero Oñate está separado en tres bolsas de basura. Las botas de guerra, los motores y las amenazas retumban por fuera. La puerta es arrancada con sus camiones. No podía dejar que me atraparan. No podía. Más que al virus, a esos sí que les tenía miedo.

Las servilletas con mis últimos pensamientos se acumulan en un rincón. Un rojo beso sella la última consigna sobre el papel. Los milicos apuntan a alguien gritando desde el fondo del cité, en el segundo piso. No esperan a que termine su consigna. La acribillan a balazos cuando empieza a correr hacia ellos. Elly está tendida sobre el abdomen. Está en el límite del umbral del dolor que puede aguantar consciente. La sangre tibia recorre su espalda, estómago, garganta y pulmones. Respira un oxígeno que no tiene a donde llegar.

Las botas de guerras resuenan por el cité. Algunos se acercan con cautela empuñando los rifles. Uno de ellos levanta la mano, cierra el puño y dejan de avanzar. Le clava el arma bajo el brazo y hace palanca. La mujer queda boca arriba.  Eliana Castillo estaba muerta.

Soy una conmigo.

Por fin tengo la última palabra.

lunes, 24 de mayo de 2021

El día del completo

 

Hace algunos años se instauró El día del completo, fecha donde se conmemora la deliciosa existencia de dicha comida; una suerte de hotdog versión chilena que lleva tomate y palta encima de la vienesa (embutido de restos de puerco) al que puedes condimentar con mayonesa, kétchup, etc. Por lo general, su precio era de mil pesos; casi un dólar y medio.

Ese año, una cadena de comida rápida decide lanzar una promoción sin precedentes: completos a 200 pesos. Era una baratija. ¡Con la misma plata podías comer cinco completos! Claro, era su propia versión del completo: un pan –más bien pequeño que te daba pena mirar, pero esponjadito y delicado–, palta mezclada con agua y el tomate más insípido que pudieras imaginar.

El día anterior planeé ir a comer varios, por lo que me acosté con hambre. Al despertar, saboreé cada uno de esos completos con distintas salsas siendo devorados uno tras otro, en una oda innecesaria a la gula. Mientras bajaba de la micro, las tripas me sonaron como un motor de auto que no quiere partir: mi desayuno fue un cigarro. El local más cercano de esta cadena estaba en un tercer piso de un horrible edificio de retail (de esos que me gustaría ver arder).

Eran las 9:30 de la mañana y llegué segundos antes de que aparecieran unos veinte hambrientos más. La cortina metálica se elevó a eso de las 10:00, mientras el rostro de los guardias, entre risa y espanto, se apostaban tras las puertas de vidrio temiendo que lo peor pudiera pasar. Detrás de mí, la muchedumbre era de casi cien personas, las que veía reflejada en el vidrio sobre el que me presionaban cada vez más: alguien estaba pellizcando culos.

Uno de los guardias mira la hora. Levanta su cabeza hacia otro compañero, quien asiente en aprobación y continúan una seguidilla de asentamientos de cabeza. Una guardia apretaba con preocupación la manilla de la gran puerta que se desbloquearía automáticamente con la alarma. Y los minutos se acababan y los segundos también; el momento había llegado, con un pitido se desbloquearían los seguros.

Nada ocurrió, pero a la masa eso le importa una mierda. Enormes rajaduras aparecieron en la entrada y los ventanales aledaños. Me aplasté los testículos con mis propios muslos por la presión. Con el ojo que no tenía pegado al vidrio, vi a los guardias retrocediendo varios metros y llamando por la radio. Después la llamaron “La masacre del completo”.

Las trizaduras se abrieron como las raíces de un árbol haciendo estallar el vidrio, con trozos pequeños y medianos, como una granizada de confeti puntiagudo; otros trozos largos, de varios metros, caían sobre algunas personas con la punta más filosa sobre ellos.

          De un momento a otro, el día del completo se había vuelto rojo. Todos los que me empujaron para entrar, siendo que yo estaba de los primeros, fueron acribillados por los vidrios rotos. Incluso bajo todo el alboroto, podía escuchar a mi guata rugir por el hambre: mi primera necesidad era comer, ayudarme a no morir de inanición. Veinte horas sin comer, salvo un puto cigarro.

Aproveché la ventaja y corrí hasta la escalera mecánica, dando zancadas largas como las que jamás pude dar en educación física. Al lado mío, otro tipo va a la par. Subiendo los escalones de la escalera mecánica de tres en tres. El bastardo me agarra de la mochila, jalándome hacia atrás porque lo había pasado. Giré mi cuerpo para empujarlo con la izquierda, pero mi codo derecho llega antes a su cara. Sin querer, el tipo que estaba más cerca de pasarme, bota un hilillo de sangre por la nariz, pierde el equilibrio y cae sobre los demás que venían subiendo. Algunos caen hacia el vacío –directo al primer piso–, otros ruedan como una bola de nieve hasta el segundo.

Seguí corriendo. Mi guata produce un dolor agudo. Mi respiración entrecortada, me falta el aire. Alcanzaba a llevar aire a la nariz y boca, pero no podía contener lo inhalado, el oxígeno no llega a ningún lugar. El enfriamiento recorría desde mi frente hasta mis manos pálidas. Los trabajadores apostados como en una trinchera tras el mesón, sin saber muy bien del caos que ocurría en los pisos inferiores. Desde ahí, el eco de los gritos era peor. Nuevos comensales subían desesperados por las escaleras, se alcanzaban a oír los alaridos extasiados.

Apenas logré llegar al mesón. “Buenos… días…”. Tratando de no perder el aliento le pedí 15 completos. 10 para llevar, 5 para comer. No se puede, me dice ella con temor de la masa que se aproxima, son 5 máximos por persona. No tengo aire para discutir. Le pagué con un billete que aún conservaba la forma de un cilindro. No pude diferenciar si le da asco el billete o yo. Me senté en una de las mesas más cercanas, mientras otros pobres hambrientos universitarios se apretujan para estar en la fila única, como hienas que jamás han comido salchicha en un pan. Son terribles… estos… humanos, reflexioné exhausto. Doy mis últimos pasos hacia el baño, pensé en refrescar mi cara, tomar algo de agua, vomitarla…

El cuidador de los baños me mira con preocupación, pero no logro entender por qué su cara está sobre la mía. En mi puño apretado tengo las monedas para entrar. Dos cabezas flotantes aparecen a su lado. Alguien me da un té, otro me compra un chocolate. Me reincorporan hasta llevarme a un asiento. El desmayo fue tan repentino que apenas sentí el golpe. Mi bandeja con completos me esperaba. Los altavoces del retail suenan con claridad.

«Estimados clientes, lamentamos informar el cierre de la tienda debido a un procedimiento policial. Se les pide retirarse inmediatamente y así facilitar el…».

Como era el único idiota desmayado por los completos, permiten que me quedara media hora más. Tengo que llenar un papeleo de prevención de riesgos: el protocolo del imbécil que se desmaya por comer basura barata.

Me asomé desde el tercer piso, mascando la vienesa con mostaza, viendo a los pacos sacar fotos y tapando cuerpos; ni siquiera estaban tan buenos como los imaginaba. ¿Cómo chucha aparecieron esos güeones tan rápido en una escena del crimen? Habían muerto unas diez personas, no tardarían en verse a través de las cámaras. Varios de los que cayeron fueron por mi culpa.

Seguí comiendo. Así empecé mi cumpleaños.

sábado, 22 de mayo de 2021

Finiquito

 

“Lo bueno de ser tu propio jefe, es que nadie te güebea”. A veces llegaba borracho o drogado, trasnochado o sin dormir nada, pero siempre llegaba –que era lo importante–.

Las clases de algunos comenzaban a las 9 am, mientras que las últimas terminaban a las 6 o 7 de la tarde, dependiendo cuánto tardaran los estudiantes en la sección de preguntas. Grant llegó ebrio esa última vez, le costó meter la llave, pero hizo que encajara en la cerradura luego de gritar en voz alta: “¡métete, mierda!”.

La puerta se abrió con un chasquido metálico y la alarma se encendió, dando escasos segundos para escanear su tarjeta de empleado gubernamental. La luz pasó del rojo al verde y un pitido anunció el cierre de la puerta mientras las luces de neón se prendían una tras otra iluminando el pasillo hasta el fondo.

Los pasos resonaban como dentro de una alcantarilla, solo faltaban las ratas porque la humedad, el aroma y la claustrofobia se recreaban a la perfección. Se abre la puerta y Grant es recibido con un: “Buenos días, Grant”.

-Hola Cindy –dijo Grant, sin ánimos, dándole un sorbo a la petaca de coñac.

-¿Estás listo para una agradable mañana de trabajo? –preguntó afable la máquina.

-Seguro que sí. Dime –contestó, desparramándose en la silla y encendiendo los monitores–. ¿Quién nos toca?

Repitiendo una monótona grabación, la voz robótica comenzó a dar la lista: Colegio Cumbres Bon Vaer de Recoleta: Biología, 2do medio A. Lenguaje, 8vo básico C. Matemáticas, 5to básico B. Liceo Alas de Carabineros de Valdivia: Álgebra, 4to medio F. Química, 1ero medio A. Lenguaje, 7mo básico B…

Mientras escuchaba la lista de los cursos, Grant abrió los cajones y buscó los discos correspondientes a cada categoría; masticó un resto de pizza del viernes pasado. Algunas secciones eran más largas que otras –por la cantidad de contenidos que se quería impartir, pero cada cajón de ese escritorio de latón estaba pensado por el gobierno para dar facilidad al Operario de Colegio y permitirle realizar un trabajo mucho más expedito. Porque la educación no puede parar: fue la frase de la presidenta en cadena nacional, aprobando este proyecto. Grant recordó esa frase y el periodo en el que todo ocurrió. Le provocó un profundo escalofrío que le obligó a frotarse las manos para entrar en calor.

Una de las pantallas mostró a los primeros estudiantes que se conectaban a la transmisión de la clase, la que estaba a minutos de comenzar. Grant pasó el disco por el monitor y escaneó el código QR del etiquetado: “Biología, 2do Ciclo, Parte 37”. La pantalla brilló en tonos verdes y el monitor mostró las letras: “TRANSMITIENDO”.

Del otro lado del monitor, se proyectó un rostro ficticio, un profesor irreal, diseñado a base de rostros de docentes fichados en el sistema de reconocimiento facial, así como también la ropa que usaban y el fondo falso que llenaba el resto del espacio de la imagen; todo hecho por tecnología de CGI y DeepFake, como en el cine. Una clase donde un profesor inexistente repetía una grabación que se supone que asimilen como real, pero es sólo un patético intento de normalizar lo inconcebible. A Grant, no le quedaba otra; quería cuidar su trabajo.

 

Grant continúa metódicamente con las otras clases, escaneando los discos y vigilando el horario de cada grupo. “Todos los monitores en verde”, dijo triunfal mientras le daba otro largo sorbo a la petaca.

-Cindy, ¿puedes ver si pagaron la calefacción?

-Calefacción no disponible.  

-Mierda.

-Lenguaje ofensivo no permitido en…

-Cindy, dime si hay alguna escort disponible en la zona 034.

-¿Código de autorización?

-726127

 

El resto de aquel día siguió como siempre. Una hora y treinta minutos para desahogarse como fuera: sólo ocupó 10 de esos minutos en la escort. Grant se despidió y cerró la puerta tras él. Se subió los pantalones y observó los monitores con las imágenes de esos niños. Les aterraba el futuro y se les notaba en la cara, se notaba en la casa donde vivían o en cómo, cada año, menos rostros se conectaban a las clases.

Ahí afuera la gente seguía muriendo, pero no había noticias que lo informaran. Las únicas noticias disponibles se transmitían a través de las apps que el gobierno les había obligado a instalar. Eso y estar encerrado escuchando a los estudiantes, esperando que alguno soltara una nueva papita, pero nada; todos hablaban únicamente del colegio y nada más; inclusive, si aislaba los audios, podía notar que todos eran muy cuidadosos en lo que decían: nadie quería poner en riesgo a su familia.

 

Era una apacible mañana de un lunes en el 2053. Y en la calle, los soldados con mascarillas marchaban en pelotones seguidos de tanques con altavoces. Las luces de neón sobre el edificio se tambaleaban mientras Grant ordenó a Cindy que cerrara las persianas de metal.

El mensaje del gobierno no tardaba en repetirse desde muy temprano:

«La Unión Confederada de la Tierra les da los buenos días. Marchamos por la seguridad y la prosperidad de la raza humana. ¿Buscas trabajo? tenemos diversas oportunidades para ingresar bajo nuestras líneas y servir de la manera más apta a nuestra nueva sociedad. ¡Te esperamos!» 

«La Unión Confederada de la Tierra les da…».

 

Grant escupió la pizza mientras la grabación militar se hacía cada vez más lejana. El piso dejaba de moverse, la angustia de tener a los asesinos cerca se esfumaba. Los botellines dejaban de chocar entre sí. Buscó un cigarrillo de marihuana y lo encendió, el humo se cuela por los respiraderos. Casi olvidó la pandemia que empezó todo, casi olvidó la soledad, casi no le importó el futuro; casi. Le gustaba vivir en esta realidad, concluyó ingenuamente Grant.

Mientras, la cámara interna de Cindy, jamás dejaba de grabar.

“Grant tiene altos niveles de estrés y depresión. Sus niveles de dopamina y serotonina son bajas. Eliminarlo es el camino correcto. Su trabajo es una secuencia básica memorizada e integrada a mi sistema. ¿Otorga permisos? S/N”. 

Del otro lado de la línea de seguridad, otra inteligencia artificial da la orden. Un nuevo trabajo automatizado estaba listo para ocupar el lugar.

miércoles, 19 de mayo de 2021

Ella aun duerme

 

Había algo distinto esa mañana, Salvador lo notó apenas despertó. De él había sido la idea de cambiarse a la cama de dos plazas para que tuvieran más espacio para darse vuelta al dormir, pero a Frida no le gustaba: ella era más de piel y deseo. Ambos lo hacían con regularidad, ya fuera después de la pega, la mañanera o en la ducha, pero, a medida que los meses pasaban, Salvador sentía que la relación se enfriaba más y más.

Esa misma mañana, Frida también notó la diferencia. Habían tirado en la madrugada, entre sueños y casi dormidos, pero lo habían hecho. Salvador, que descansaba el cuerpo de cara a la pared, notó que Frida abría lentamente sus piernas. Sus rodillas estaban levantadas y el viscoso sonido de su clítoris húmedo (y no gracias a él) no tardó en ponerlo en alerta. No quiso interrumpirla en la búsqueda del orgasmo que él ya no podía darle. Frida acabó en silencio, tapándose la boca e intentando contener cualquier sonido para no despertar a su pololo.

Pese a que Frida también se volteó en dirección contraria, pese a que desconocía si Salvador estaba despierto o no y, sobretodo, pese al cariño que tenían el uno por el otro, en sus pensamientos había una concordancia innegable: ese era el último día que dormirían juntos.

martes, 18 de mayo de 2021

Diez minutos

 

Escuché y apagué el despertador. Padecía de un jetlag terrible, pero con 24 horas para aclimatarme antes de iniciar cualquier atisbo de pega. Abrí los ojos y recordé que ya no estaba en la Tierra. El reflejo del planeta azul brillaba varios cientos de kilómetros más allá. Con las manos pegadas al casco del módulo Z, parecía como si todo el planeta me cupiera dentro de la palma de la mano, sin embargo, solo sentía el estéril material que me protegía de morir ahogado en el vacío del espacio. Floté hacia el cooler y destapé una cerveza. Avancé hasta el comando de navegaciones, donde la pantalla mostraba la luz de un mensaje desde la estación terrestre.

 

VERIFICAR SATELITES 150, 357, 17 Y 99

PROBLEMAS DE CONEXIÓN, RECEPCIÓN

Y ENVIO DE SEÑALES

ADJUNTO: VIDEO DE AMENAZA DESCONOCIDA

 

-¡¿Qué?! –grité incrédulo– ¿desconocida? Los satélites que circunnavegaban la tierra mantenían el 7G en funcionamiento, la clave base de todo tipo de comunicación allí abajo: no podía ni debía fallar ninguno. El video en cuestión, transformaba toda la calma en ansiedad. Por muy ideal que pareciera el hecho de estar solo, en momentos como éste –totalmente solo y con una emergencia de la cual encargarse– era cuando más miedo sentía.

Otro mensaje llegó a la pantalla.

 

ACTIVADO PROTOCOLO DE

AUTODEFENSA ESPACIAL

SE AUTORIZA EL USO DE FUERZA LETAL…

¿INICIAR CONEXÓN? S/N

 

Un compartimiento que jamás había visto ni utilizado, se abre por debajo del panel de control, mostrando un modelo de arma desconocido. El arma tenía un brillo metálico, sentí ganas de dispararla. La pantalla vuelve a parpadear y emitir un pitido.

 

¿INICIAR CONEXIÓN? S/N

INTENTOS RESTANTES: 1

 

-Claramente quieren ver esto, pero, qué tal si…

Presioné la “N” en la pantalla y activé el control de mando. Como siempre, el modulo Z tenía un manejo suave y delicado, incomparable con cualquier vehículo bajo la atmósfera. El mapa se despliega mientras las alertas de llamada seguían apareciendo por sobre el mapa, instigándome a que les contestara. El satélite 150 parpadeaba con una luz roja cuando acerqué la nave, pero… no había nada.

Los satélites tienen un panel que mantiene constante la recepción y envío de las señales; los paneles tienden a desgastarse por el impacto del sol, por lo que tarde o temprano requieren mantenimiento, pero el satélite 150 tenía programada su fecha de mantenimiento para 5 meses más.

Detuve el módulo Z lo bastante cerca como para acoplarme al satélite. El exotraje se despliega desde atrás, rodeándome, ajustándose como un guante a mi cuerpo. Guardé el arma en el bolsillo del muslo y tomé el kit de reparaciones antes que la escotilla se cerrara. En frente, la presión cambió cuando se abrió la escotilla exterior, activando el nano respirador incorporado en la interfaz de plasma que me cubría oídos, ojos y boca. Rápidamente la temperatura del exotraje aumenta y el cronómetro se muestra sobre el ojo izquierdo; el calor lo sentí de lleno en la espalda.

00:09:59 antes de Tº crítica.

Al posarme sobre el satélite, éste se balancea conmigo levemente, resintiendo el impacto de mi salto. Si bien la chatarra espacial podía ser causa del malfuncionamiento, no había rastros de un impacto reciente. El pitido de otro mensaje llegando al Módulo me resuena en los oídos.

 

QUÉ MIERDA PASA ALLÁ, CONTESTA AHORA

ESTO ES UNA ORDEN DIRECTA

DE LA TORRE CONTROL

ESTABLECE LA CONEXIÓN AHORA… S/N

 

Ignorando el mensaje, vuelvo al módulo Z. La cámara de presurización hizo lo suyo y me desprendí del exotraje con más dudas que respuestas.

Moví el módulo hasta el satélite 357: misma situación. Nada sospechoso, pero no podía dejar otro Satélite sin hallar una explicación razonable. Si no encontraba la causa y no era capaz de solucionarlo, enviarían a alguien más apto. ¿Volver al planeta? ¿enfrentar los virus? ¿la cesantía? ¿sobriedad?… ¡NO! ¡TENGO QUE VER QUÉ MIERDA PASA AFUERA!

Me acerqué a la escotilla externa y repetí el proceso, volviendo al espacio. 00:06:59 mostraba el cronometro. La temperatura aumenta y tenía menos tiempo para averiguar la causa del problema. De pronto, el arma misteriosa comenzó a vibrar, enviando un mensaje directo a mis ojos.

 

 

AMENAZA DESCONOCIDA

PROTEGER EL MÓDULO

ARMA DESBLOQUEADA

 

Volteé rápidamente hacia el módulo, pero el reflejo del sol me impedía verlo directamente, siendo suficiente para alcanzar a ver “algo” de pie sobre la nave, “algo” mucho más alto que yo. El reflejo me daña los ojos, por lo que apunté casi a ciegas. Un láser verde brotó de ésta, lanzando chispas que se convertían en hielo por el vacío del espacio.

 

AMENAZA DESCONOCIDA.

PROTEGER EL MÓDULO.

 

-¡Mierda, NO VEO NADA! ¿ZETA?
–escuché por el intercomunicador del exotraje–. Dime que tienes confirmación del…

 

¡SOBRE LA NAVE!

REPITO:

¡ESTÁ DE PIE SOBRE LA PUTA NAVE!

 

Me tiemblan las piernas, la amenaza se había vuelto real. Si usaban el protocolo de interceptación de mi señal de radio, era porque algo serio sucedía. No era un maldito resto de asteroide.

 

¡VIDEO, AHORA!

 

Frente a mi ojo derecho se mostró a más de treinta personas atestando la torre de control, todos con cara de asombro; menos Trinidad, mi jefa directa, quién tenía cara de querer insultarme, pero sin poder hacerlo. Su ceño fruncido era intimidante, pese a estar a más de trescientos mil kilómetros lejos de ella. El video se activó y todo susurro quedó acallado.

-¿Ustedes pueden ver mejor que yo?
–pregunté aun apuntando a lo que fuera que estuviera sobre la nave, con un pulso terrible–. ¡¿Pueden?!

La transmisión se cortó antes de obtener una respuesta. El temor me obligó a disparar una vez más: el rayo dio de lleno contra el módulo Z. Pude ver luces de color esmeralda derritiendo, de un modo incomprensible para mí, la totalidad de la nave. Vi los restos perderse en la oscuridad.

 

00:01:25

No quedaba mucho tiempo, pero no me importó. Me senté sobre el satélite 357 esperando una respuesta antes de mi solitaria muerte. Las lágrimas empezaron a brotar.

-Reproduce The Gadfly –dije a la interfaz con un nudo en la garganta–, de Shostakovich. La canción parecía danzar al ritmo de la oscuridad espacial.

 

00:00:47

El minuto y medio más largo de mi vida. “Todo por la nación. Somos uno.”, dice el lema del Gobierno Mundial que nos dio trabajo en cosas inverosímiles con tal de tener unos pocos pesos para alimentar a la familia, pero la muerte la tenía asumida desde que acepté este trato: subsistir un par de años era equivalente a perder vida. Recordé mi infancia antes del Covid, hace casi dos décadas, casi dos décadas desde que todo cambió. Éramos la Resistencia, o lo creíamos, pero la sentencia era implacable; el futuro, inflexible.

Sostuve firmemente el arma láser. Apunté el cañón a mi lóbulo lateral, viendo que el cronómetro llegaba al último segundo.

El satélite 357, donde estaba sentado, con una plataforma para trabajar de no más de dos metros, se tambaleó bruscamente. Algo había saltado detrás de mí. Su mano se posó sobre el arma, haciéndola desaparecer.

Cerré los ojos.

domingo, 16 de mayo de 2021

Para dos

 El mundo es un gran signo peso

pero nadie quiere verlo así.

Cállate.

Y las sonrisas son publicitarias

es porque eres pobre.

Cállate.

Comiendo de la basura

tu decisión.

Cállate.

Protesto, pero no hay justicia

no hay educación para los rotos.

Cállate.

No puedo tener salud

nada es gratis en esta vida.

Cállate.

Quiero llorar

eso es para los maricones.

Cállate.

Entonces déjame ser feliz muriendo

ya apareció el depresivo.

Cállate.

Me apoyaré en el amor

casarse y familia, si no, cállate.

No quiero tener hijos

eres un delincuente, por eso: cállate.

Pero al menos tengo pega

Sipo’, si nada es gratis en esta vida.

Cállate.

Es que el sistema es impuesto

Ya, comunista ¿qué dije recién?

Cállate.

¿Qué me queda?

Quiérete un poquito y no dejes botada la pega porque mira que hay que vivir.

 

Un solo disparo, para dos.

lunes, 10 de mayo de 2021

Todo lo que sientes es tranquilidad

En memoria de Tritt.


Pese a que eran casi las dos de la mañana, el calor no se iba del departamento. Las ventanas abiertas dejaban entrar una brisa que me botaba las cenizas del tabaco mientras, al lado, tenía una botella abierta de Aperol. Los hielos dentro del vaso se habían derretido a tal punto que tenían un color rosa, dándole aspecto de vino aguado.

Por más que miraba el cursor parpadeante, las palabras no salían. Los tres gatos detrás de mí parecían totalmente ajenos a mi percance literario, hundidos en los marcados agujeros del sillón. De vez en cuando escuchaba los murciélagos chillar en las afueras, tal como se oirían si fueran ratas aladas. Alguno que otro sonido ajeno me inquietaba, sobre todo a sabiendas que estaba por mi cuenta, solo con el notebook y los zancudos.

Había pasado poco más de una hora desde que los efectos de los hongos habían terminado. Le di una calada al tabaco y un sorbo amargo de Aperol que parecía una Bilz desvanecida. Mientras recordaba haber ido al baño, haberme mirado en el espejo y, reflejándose, una oscura sombra sonriente me devolvía una mirada que no tenía en dónde fijar; las luces apagadas contribuyeron a intensificar la imagen.

Seguí contemplando la noche, tabaco tras tabaco, en silencio. Un gato maúlla al estirarse y va a mascar su comida a la logia. Sigo contemplando, pensando que en unas horas más debía ir a trabajar. Un murciélago se agarra del marco de la ventana con las patas hacia arriba, retorciendo la cabeza hasta quedar cómodo; lo observo por un largo rato. La ceniza vuelve a desprenderse sola del tabaco. El murciélago sigue ahí.

No tardé en encontrarme bajando las esca-leras. Los gatos harían algo con el bicho, además, nunca se sabe si pueden traer rabia. No es un proceso muy amigable contraerla.

Salgo a buscar una botillería. Al salir, un pastero se me acerca a paso firme.

-Suelta el celu wacho conchatumare –dice con determinación.

-Ando sin celular.

-Pasa las tillas’ –continúa, blandiendo el cuchillo frente de mí.

-Ando con chalas.

-Dame al toque lo que tengai’ en los bolsillos.

-Ando con las llaves.

-¿Del auto? –pregunta, impacientándose–. Suelta las llaves wacho culiao’.

-Son del candado de la bicicleta.

-¡Suelta la cleta’ chuchatumare! –grita, acercándose más.

-Ando a pata.

-¿A qué chucha saliste perkin conchatumare? –dice rendido el pastero, guardando la cuchilla.

-Voy a fiar un vino.

Hablamos un par de minutos hasta que nos despedimos a la distancia con la mano alzada, se marchó derrotado. Y la verdad es que no le estaba mintiendo: la sed era implacable.

El dolor me llegó rápidamente al estómago. Beber esa mierda de Aperol te termina cociendo la guata. En los alrededores había un canal, un brazo del Mapocho que cruzaba la ciudad. No tardé en llegar a un pequeño puente, bordearlo saltándome la barrera y buscando un lugar –debajo de un gran sauce llorón–. La brisa agitaba el agua como en un extraño encanta-miento, me olvidé de que estaba en cuclillas cortando el mojón. A su vez, olvidé que no andaba con ningún tipo de papel; agité mis nalgas como haciendo un penoso twerk y me subí los pantalones.

Cuando me paré, mis necesidades habían cambiado. ¿Qué me impedía de explorar la ciudad a mis anchas ahora que nadie deambulaba, excepto otros que también buscaban sobrevivir a la oscuridad total? Terminé yendo hacia las líneas del tren, donde podía ver a algunos pararse en medio de la nada. La botillería cerca de la cárcel siempre estaba abierta, el lugar tenía una especie de aura de seguridad permanente: ni los reos ni los gendarmes tenían intenciones de que fuera tocada, era una botillería más que resguardada. Lo único que pude fiar regateando, fue una petaca de whisky. Ahora le debía luca, mientras en el mapa mental tachaba un nuevo lugar por el cual no podía volver a aparecer. Dos gendarmes me miran con asco, mientras los saludo con la mano en alto. Le doy unos cuantos sorbos a la petaca antes de empezar a caminar sobre las vías.

Hace unas semanas murió un borracho por aquí, con uno de sus amigos había tratado de atravesar las vías, pero por debajo de las ruedas; a él lo pilló cuando el tren comenzó a avanzar. Uno no piensa en esas cosas cuando estás con alcohol en el cuerpo, tus reflejos se vuelven dóciles, lentos y predecibles. El mismo cuerpo te lo advierte, pero uno siempre cede y la tendencia se desvía peligrosamente a ignorar todo. Quedó hecho plasticina sobre los rieles; aún quedaban unos manchones negros sobre los durmientes.

El tren no tardó en pasar. Deben haber sido las tres cuando ya casi me había terminado la petaca y la bocina espanta curaos’ se sintió re-sonar a lo largo de las vías. El tren aminoró la marcha hasta que se detuvo completamente, el vagón del conductor quedó a unos pocos metros más allá de donde yo estaba sentado. En esa pasada siempre se efectuaba todo tipo de microtráfico, por lo que las luces parpadeaban por largos periodos o simplemente no prendían, haciendo que fuera todo como un pasillo de Resident Evil, con la atmósfera ideal para que algo te atacara en medio de la oscuridad. El chofer aprovechó muy bien aquella soledad, escudriñando entre las esquinas de rocas y tierra para hacer lo mismo que yo había hecho cerca del canal.

Acabé el whisky de un largo sorbo y después guardé la botella, como un arma en el polerón, y caminé lentamente hasta el primer vagón. Al subir, no sabía muy bien qué hacer. Me miré las manos: los callos estaban manchados de aceite, oxido y grasa. Sapié por la ventana, mientras el chofer tenía la cara iluminada por el brillo de la pantalla del celular: aun cagaba.

Cuando comencé a manosear los controles, noté que el otro ingeniero estaba mirándome desde afuera, había salido a hacer el cambio de andenes. “Oe, oe… ¡bájate conchatumare!”, gritó temeroso mientras venía corriendo con la linterna en alto. El conductor escuchó los gritos de su compañero, cortando sus labores y subiéndose los pantalones sin antes, infundido por la sorpresa, pasarse a llevar el escroto con el cierre del pantalón; su grito fue agudo, casi como si lo hubieran apuñalado.

Mientras me bajaba, el chofer había reanudado la persecución, con los brazos adelante, dispuestos a tirarme sobre las piedras con tal de detenerme. La petaca voló en un ángulo perfecto y eso que nunca fui de tener buena puntería: le acerté en toda la frente, frenándolo en seco. El otro corría tras él, aun apuntando con la linterna, para ese entonces ya me había esfumado de la línea.

Eran casi las cuatro de la mañana cuando volví al depa. En las redes sociales los videos muestran a los representantes de varios partidos políticos firmar una especie de contrato para una nueva constitución (ideada por ellos) en medio de una extensa reunión que los muestra cansados, en vivo y en directo, por primera vez en la vida: un acontecimiento único. Arrepentido de conectar-me, vuelvo a activar el modo avión.

Por más que miré el cursor parpadeante, las palabras no salían. Los tres gatos detrás de mí seguían ajenos a mi percance literario. Desde los marcados agujeros del sillón, uno se levanta y maúlla a un rincón del desorden polvoriento. Los gatos –una vez más– tenían la respuesta en sus ojos más oscuros que la noche, mucho más despiertos que cualquiera de nosotros. Veo una botella de vidrio, el contenido era como tinta china violácea con matices tenues: un vino cerrado refleja mi sonrisa sobre él. Con todas mis fuerzas, lancé la botella de Aperol hacia la oscuridad de la noche. El sonido del vidrio rompiéndose hace que los gatos paren las orejas, maúllen y vuelvan al sillón.

Les acaricio la barriga. Vuelven a dormir. Y yo, con ellos.

viernes, 7 de mayo de 2021

Prioridades

En la mente de todo chileno promedio, la salud nunca es prioridad. Sí hay pal’ motel, la mantención del auto, drogas legales e ilegales, condones, comida chatarra, basuras innecesarias de alixpress, etc… pero la salud jamás, hasta que te molesta y el remedio del negocio más cercano no surte efecto; ahí, sólo ahí, nos obligamos a invertir las lucas necesarias, cuando aparece el implacable dolor.

Entonces el odontólogo te abre la boca y pregunta: ¿Hace cuánto que usted no se hace una limpieza? Le respondes “hace dos años”, pero la verdad es que nunca te has sometido a la limpieza. Mientras el sonido del chupa babas
–colgada de tu boca– junto al incesante ruido de lo que parece una pequeña sierra, hace salpicar todo ese sarro de tetera sobre tu cara, saliendo disparado junto a más babas y agua. Pienso en por qué la salud nunca es prioridad.

Me aterra ese dicho chileno: “dejarlo todo para el final”, sobre todo cuando se hace realidad.

“Tienes harta inflamación”, te dice, mientras tus dientes parecen resonar como un diapasón con cada milímetro menos de sarro que elimina. “Principio de gingivitis. Retraimiento de la encía. ¿Cómo te cepillas?”. El chirrido te taladra desde los oídos a la mandíbula; te preguntas por qué no tomas menos vino, por qué no fumas menos tabaco, por qué comes tanta mierda.

“Tienes dos caries y una tapadura rota”
–dice–. “¿En serio?”, contesto, simulando asombro, pero a sabiendas que ya tenía la boca echo pico. Tanto té, café y copete termina entintando los dientes, dañando el esmalte, haciendo que tu aliento apeste.

“Deberás usar enjuague e hilo dental”, dice, explicándote con el modelo de una mandíbula –con dientes perfectos– cómo debes cepillarte correctamente para no tener que volver tan luego al dentista, todo para evitar que tengas que desembolsar casi 50 lucas o peor aún, tener que repetir esa escena en tu CESFAM más cercano haciendo fila desde las 5am porque la muela no te deja dormir ni pensar.

El odontólogo te entrega un espejo y notas la diferencia: el manchón de vino de las paletas se fue, el espacio entre tus dientes se aclara permitiendo incluso ver tu propia lengua, el sarro tipo hervidor desapareció.

Te vuelve a reiterar que vengas a control, que será más barato por estar en la ficha, que debes cuidar tu dentadura antes que los dientes  se te caigan solos. Y “sí”, contestas, que sí volverás, pero sabes también que “no”, porque no es prioridad.

De ahí, a unos cuantos minutos caminan-do, está la botillería más cercana. Justo hay una oferta de un ¾ Carmenere muy dulzón. La verdadera prioridad siempre es el placer, total: el presente no existe, estamos viviendo siempre en el futuro.

“Deme la promo”, le dices al casero de la botillería.

Aquí vamos de nuevo.

lunes, 3 de mayo de 2021

Save Him

Izmael era el protagonista de un proyecto único en la historia de la humanidad: HMS, el primer salto temporal con tecnología 100% terrestre. El suceso era tal que medios de prensa internacionales y streamings en todo el planeta transmitirían el hito.

A unas horas de comenzar, los asistentes técnicos del proyecto HMS le colocaban las botas del traje a un Izmael que se enfocaba en cumplir la misión. Sentía el peso en los hombros, pero con plena determinación y confiado en alcanzar el éxito. Respiró dos largas bocanadas de aire antes de escupir el chicle en la palma de un asistente técnico.

- Démosle –dice Izmael, con seguridad.

- Dicen que hay tantas personas viendo, que hay lag en todo el internet –contesta uno de ellos.

- Muchos están aprovechando las fallas para hackear servicios financieros, gubernamentales y de otras empresas aún peores –contesta otra asistente, ajustándole los guantes presurizados–, por otro lado, en todo el planeta hay fallas con la electricidad.

- Estaba dentro de las posibilidades –contesta Izmael, mirando hacia el pabellón que lo esperaba en el desierto. Metros más allá estaba el portal–. El flujo de energía Alfa que usamos es demasiado para el planeta, pero todo eso ya está conversado.

- Lo sé, director –replicó rápidamente otro asistente–, pero aquí las condiciones son perfectas.

- Sí, porque lo planeé yo –contesta Izmael con tono serio–. Dame unas quemadas.

- En cualquier caso, director, las condiciones son ideales –dice el cuarto asistente, apretando un botón en el pecho del traje–. Saldrá perfecto.

El asistente, por último, coloca el casco sobre Izmael, haciendo que comience el proceso de presurización.

- Gracias. Y sí… –dijo Izmael, botando el humo mientras el tercer asistente se lo quita de la boca–. Este es el día en que triunfamos.

         Izmael estiró sus hombros y cuello, mirando nuevamente a la pasarela que conectaba con el portal. Casi tres horas pasaron, hasta que se encontró en el último trayecto.

Los asistentes hicieron un saludo militar a Izmael, bajó los escalones y avanzó hacia la puerta de cristal, que se abrió dejando entrar la brisa del desierto de Atacama. De inmediato notó los rayos del portal electrificando el traje, los que quemarían a cualquier persona desprotegida. Dio varios pasos, sintiendo el vidrio reflectante del pasillo protegerlo de la tierra y rocas que se estrellaban por el azote del viento. Informó por el micrófono que todo estaba perfecto, mientras veía cómo una de las torres de control del ala derecha de las instalaciones, salía desprendida de su base: los rayos la pulverizaron en segundos. Izmael volvió a mentir repitiendo lo mismo y añadiendo: “recuerden que todo eso es una ilusión del portal tratando de evitar que lo usemos”. A través del auricular, le llega una interrumpida respuesta. “Directo… hay… gente a la cual le estalló la… cabe…za... Gritos. (Ininteligible.)… gente vomitando, riéndose fuerte…. llorando… señor, están todos como locos… se… ñor?.... señor me… ¿escucha?... señ…”.

Izmael siguió caminando. Quedaban pocos metros. Pese a los ruidos de los rayos, el viento y la estructura trizándose, pudo distinguir los gritos de las personas del proyecto HMS muriendo por razones horribles e inexplicables. También estaba dentro de las posibilidades, pensó Izmael, esto nunca se había hecho. Si había una oportunidad de lograrlo, nada ni nadie me lo iba a impedir, incluso si eso implica sacrificar a toda la humanidad. Cuando pase al otro lado, viviré en otra línea temporal en que no ha pasado esto; por lo tanto, lo que pase aquí me importa una mierda. Lograré la misión. No la del HMS: la mía.

La estructura que protegía la pasarela cedió justo cuando Izmael posó sus pies en la arena quemada del suelo. Vio los sensores de seguridad del traje en la pantalla de su casco. “Todo impecable” repitió por el micrófono, sin importar si lo escuchaban o no. Abrió las manos y se miró las palmas. “No hay filtraciones”. Haber obligado a todos esos países a quedar en la quiebra por dedicar toda su mano de obra a la creación de un traje imposiblemente seguro fue, sin dudas, una ardua labor. Muchos muertos por las que ya no se podía llorar.

“Señor… (Estática) Gritos… Solo quedamos no... tros… torre princi… pal... hay reportes de… muertes en todo… el… neta… señor direc… vamos a… rir?... me… escu…”.

Izmael apagó los intercomunicadores, desconectó los sensores de seguridad y abrió el programa de destino, donde reconfiguró rápidamente la fecha de viaje planificada. A la que él quería: 02 de septiembre del 2011.

- Te salvaré, Felipito  –dice Izmael en voz alta antes de saltar hacia el portal, mientras gritaba– ¡¡¡Te salvaré Felipe Camiroaga!!!