En memoria de Tritt.
Por más que miraba el
cursor parpadeante, las palabras no salían. Los tres gatos detrás de mí
parecían totalmente ajenos a mi percance literario, hundidos en los marcados
agujeros del sillón. De vez en cuando escuchaba los murciélagos chillar en las
afueras, tal como se oirían si fueran ratas aladas. Alguno que otro sonido
ajeno me inquietaba, sobre todo a sabiendas que estaba por mi cuenta, solo con
el notebook y los zancudos.
Había pasado poco más de
una hora desde que los efectos de los hongos habían terminado. Le di una calada
al tabaco y un sorbo amargo de Aperol que parecía una Bilz desvanecida. Mientras
recordaba haber ido al baño, haberme mirado en el espejo y, reflejándose, una
oscura sombra sonriente me devolvía una mirada que no tenía en dónde fijar; las
luces apagadas contribuyeron a intensificar la imagen.
Seguí contemplando la
noche, tabaco tras tabaco, en silencio. Un gato maúlla al estirarse y va a
mascar su comida a la logia. Sigo contemplando, pensando que en unas horas más
debía ir a trabajar. Un murciélago se agarra del marco de la ventana con las
patas hacia arriba, retorciendo la cabeza hasta quedar cómodo; lo observo por
un largo rato. La ceniza vuelve a desprenderse sola del tabaco. El murciélago
sigue ahí.
No tardé en encontrarme
bajando las esca-leras. Los gatos harían algo con el bicho, además, nunca se
sabe si pueden traer rabia. No es un proceso muy amigable contraerla.
Salgo a buscar una
botillería. Al salir, un pastero se me acerca a paso firme.
-Suelta el celu wacho
conchatumare –dice con determinación.
-Ando sin celular.
-Pasa las tillas’
–continúa, blandiendo el cuchillo frente de mí.
-Ando con chalas.
-Dame al toque lo que
tengai’ en los bolsillos.
-Ando con las llaves.
-¿Del auto? –pregunta,
impacientándose–. Suelta las llaves wacho culiao’.
-Son del candado de la
bicicleta.
-¡Suelta la cleta’
chuchatumare! –grita, acercándose más.
-Ando a pata.
-¿A qué chucha saliste
perkin conchatumare? –dice rendido el pastero, guardando la cuchilla.
-Voy a fiar un vino.
Hablamos un par de minutos
hasta que nos despedimos a la distancia con la mano alzada, se marchó
derrotado. Y la verdad es que no le estaba mintiendo: la sed era implacable.
El dolor me llegó
rápidamente al estómago. Beber esa mierda de Aperol te termina cociendo la
guata. En los alrededores había un canal, un brazo del Mapocho que cruzaba la
ciudad. No tardé en llegar a un pequeño puente, bordearlo saltándome la barrera
y buscando un lugar –debajo de un gran sauce llorón–. La brisa agitaba el agua
como en un extraño encanta-miento, me olvidé de que estaba en cuclillas
cortando el mojón. A su vez, olvidé que no andaba con ningún tipo de papel;
agité mis nalgas como haciendo un penoso twerk
y me subí los pantalones.
Cuando me paré, mis
necesidades habían cambiado. ¿Qué me impedía de explorar la ciudad a mis
anchas ahora que nadie deambulaba, excepto otros que también buscaban
sobrevivir a la oscuridad total? Terminé yendo hacia las líneas del tren, donde
podía ver a algunos pararse en medio de la nada. La botillería cerca de la
cárcel siempre estaba abierta, el lugar tenía una especie de aura de seguridad
permanente: ni los reos ni los gendarmes tenían intenciones de que fuera
tocada, era una botillería más que resguardada. Lo único que pude fiar
regateando, fue una petaca de whisky. Ahora le debía luca, mientras en el mapa
mental tachaba un nuevo lugar por el cual no podía volver a aparecer. Dos
gendarmes me miran con asco, mientras los saludo con la mano en alto. Le doy
unos cuantos sorbos a la petaca antes de empezar a caminar sobre las vías.
Hace unas semanas murió un
borracho por aquí, con uno de sus amigos había tratado de atravesar las vías,
pero por debajo de las ruedas; a él lo pilló cuando el tren comenzó a avanzar.
Uno no piensa en esas cosas cuando estás con alcohol en el cuerpo, tus reflejos
se vuelven dóciles, lentos y predecibles. El mismo cuerpo te lo advierte, pero
uno siempre cede y la tendencia se desvía peligrosamente a ignorar todo. Quedó
hecho plasticina sobre los rieles; aún quedaban unos manchones negros sobre los
durmientes.
El tren no tardó en pasar.
Deben haber sido las tres cuando ya casi me había terminado la petaca y la
bocina espanta curaos’ se sintió re-sonar a lo largo de las vías. El tren
aminoró la marcha hasta que se detuvo completamente, el vagón del conductor
quedó a unos pocos metros más allá de donde yo estaba sentado. En esa pasada
siempre se efectuaba todo tipo de microtráfico, por lo que las luces
parpadeaban por largos periodos o simplemente no prendían, haciendo que fuera
todo como un pasillo de Resident Evil, con la atmósfera ideal para que algo te
atacara en medio de la oscuridad. El chofer aprovechó muy bien aquella soledad,
escudriñando entre las esquinas de rocas y tierra para hacer lo mismo que yo
había hecho cerca del canal.
Acabé el whisky de un
largo sorbo y después guardé la botella, como un arma en el polerón, y caminé
lentamente hasta el primer vagón. Al subir, no sabía muy bien qué hacer. Me
miré las manos: los callos estaban manchados de aceite, oxido y grasa. Sapié
por la ventana, mientras el chofer tenía la cara iluminada por el brillo de la
pantalla del celular: aun cagaba.
Cuando comencé a manosear
los controles, noté que el otro ingeniero estaba mirándome desde afuera, había
salido a hacer el cambio de andenes. “Oe, oe… ¡bájate conchatumare!”, gritó
temeroso mientras venía corriendo con la linterna en alto. El conductor escuchó
los gritos de su compañero, cortando sus labores y subiéndose los pantalones
sin antes, infundido por la sorpresa, pasarse a llevar el escroto con el cierre
del pantalón; su grito fue agudo, casi como si lo hubieran apuñalado.
Mientras me bajaba, el
chofer había reanudado la persecución, con los brazos adelante, dispuestos a
tirarme sobre las piedras con tal de detenerme. La petaca voló en un ángulo
perfecto y eso que nunca fui de tener buena puntería: le acerté en toda la
frente, frenándolo en seco. El otro corría tras él, aun apuntando con la
linterna, para ese entonces ya me había esfumado de la línea.
Eran casi las cuatro de la
mañana cuando volví al depa. En las redes sociales los videos muestran a los
representantes de varios partidos políticos firmar una especie de contrato para
una nueva constitución (ideada por ellos) en medio de una extensa reunión que
los muestra cansados, en vivo y en directo, por primera vez en la vida: un
acontecimiento único. Arrepentido de conectar-me, vuelvo a activar el modo
avión.
Por más que miré el cursor
parpadeante, las palabras no salían. Los tres gatos detrás de mí seguían ajenos
a mi percance literario. Desde los marcados agujeros del sillón, uno se levanta
y maúlla a un rincón del desorden polvoriento. Los gatos –una vez más– tenían la
respuesta en sus ojos más oscuros que la noche, mucho más despiertos que
cualquiera de nosotros. Veo una botella de vidrio, el contenido era como tinta
china violácea con matices tenues: un vino cerrado refleja mi sonrisa sobre
él. Con todas mis fuerzas, lancé la botella de Aperol hacia la oscuridad de la
noche. El sonido del vidrio rompiéndose hace que los gatos paren las orejas,
maúllen y vuelvan al sillón.
Les acaricio la barriga.
Vuelven a dormir. Y yo, con ellos.