Hace algunos años se instauró El día del completo,
fecha donde se conmemora la deliciosa existencia de dicha comida; una suerte de
hotdog versión chilena que lleva
tomate y palta encima de la vienesa (embutido de restos de puerco) al que
puedes condimentar con mayonesa, kétchup, etc. Por lo general, su precio era de
mil pesos; casi un dólar y medio.
Ese año, una cadena de
comida rápida decide lanzar una promoción sin precedentes: completos a 200
pesos. Era una baratija. ¡Con la misma plata podías comer cinco completos!
Claro, era su propia versión del completo: un pan –más bien pequeño que te daba
pena mirar, pero esponjadito y delicado–, palta mezclada con agua y el tomate
más insípido que pudieras imaginar.
El día anterior planeé ir
a comer varios, por lo que me acosté con hambre. Al despertar, saboreé cada uno
de esos completos con distintas salsas siendo devorados uno tras otro, en una
oda innecesaria a la gula. Mientras bajaba de la micro, las tripas me sonaron
como un motor de auto que no quiere partir: mi desayuno fue un cigarro. El
local más cercano de esta cadena estaba en un tercer piso de un horrible
edificio de retail (de esos que me
gustaría ver arder).
Eran las 9:30 de la mañana
y llegué segundos antes de que aparecieran unos veinte hambrientos más. La
cortina metálica se elevó a eso de las 10:00, mientras el rostro de los
guardias, entre risa y espanto, se apostaban tras las puertas de vidrio
temiendo que lo peor pudiera pasar. Detrás de mí, la muchedumbre era de casi
cien personas, las que veía reflejada en el vidrio sobre el que me presionaban
cada vez más: alguien estaba pellizcando culos.
Uno de los guardias mira
la hora. Levanta su cabeza hacia otro compañero, quien asiente en aprobación y
continúan una seguidilla de asentamientos de cabeza. Una guardia apretaba con
preocupación la manilla de la gran puerta que se desbloquearía automáticamente
con la alarma. Y los minutos se acababan y los segundos también; el momento
había llegado, con un pitido se desbloquearían los seguros.
Nada ocurrió, pero a la
masa eso le importa una mierda. Enormes rajaduras aparecieron en la entrada y
los ventanales aledaños. Me aplasté los testículos con mis propios muslos por
la presión. Con el ojo que no tenía pegado al vidrio, vi a los guardias
retrocediendo varios metros y llamando por la radio. Después la llamaron “La
masacre del completo”.
Las trizaduras se abrieron
como las raíces de un árbol haciendo estallar el vidrio, con trozos pequeños y
medianos, como una granizada de confeti puntiagudo; otros trozos largos, de
varios metros, caían sobre algunas personas con la punta más filosa sobre
ellos.
De un momento a otro, el día del completo se había vuelto rojo. Todos los que me empujaron para entrar, siendo que yo estaba de los primeros, fueron acribillados por los vidrios rotos. Incluso bajo todo el alboroto, podía escuchar a mi guata rugir por el hambre: mi primera necesidad era comer, ayudarme a no morir de inanición. Veinte horas sin comer, salvo un puto cigarro.
Aproveché la ventaja y
corrí hasta la escalera mecánica, dando zancadas largas como las que jamás pude
dar en educación física. Al lado mío, otro tipo va a la par. Subiendo los
escalones de la escalera mecánica de tres en tres. El bastardo me agarra de la
mochila, jalándome hacia atrás porque lo había pasado. Giré mi cuerpo para
empujarlo con la izquierda, pero mi codo derecho llega antes a su cara. Sin
querer, el tipo que estaba más cerca de pasarme, bota un hilillo de sangre por
la nariz, pierde el equilibrio y cae sobre los demás que venían subiendo.
Algunos caen hacia el vacío –directo al primer piso–, otros ruedan como una
bola de nieve hasta el segundo.
Seguí corriendo. Mi guata
produce un dolor agudo. Mi respiración entrecortada, me falta el aire.
Alcanzaba a llevar aire a la nariz y boca, pero no podía contener lo inhalado,
el oxígeno no llega a ningún lugar. El enfriamiento recorría desde mi frente
hasta mis manos pálidas. Los trabajadores apostados como en una trinchera tras
el mesón, sin saber muy bien del caos que ocurría en los pisos inferiores.
Desde ahí, el eco de los gritos era peor. Nuevos comensales subían desesperados
por las escaleras, se alcanzaban a oír los alaridos extasiados.
Apenas logré llegar al
mesón. “Buenos… días…”. Tratando de no perder el aliento le pedí 15 completos.
10 para llevar, 5 para comer. No se puede, me dice ella con temor de la masa
que se aproxima, son 5 máximos por persona. No tengo aire para discutir. Le
pagué con un billete que aún conservaba la forma de un cilindro. No pude
diferenciar si le da asco el billete o yo. Me senté en una de las mesas más
cercanas, mientras otros pobres hambrientos universitarios se apretujan para
estar en la fila única, como hienas que jamás han comido salchicha en un pan.
Son terribles… estos… humanos, reflexioné exhausto. Doy mis últimos pasos hacia
el baño, pensé en refrescar mi cara, tomar algo de agua, vomitarla…
El cuidador de los baños
me mira con preocupación, pero no logro entender por qué su cara está sobre la
mía. En mi puño apretado tengo las monedas para entrar. Dos cabezas flotantes
aparecen a su lado. Alguien me da un té, otro me compra un chocolate. Me
reincorporan hasta llevarme a un asiento. El desmayo fue tan repentino que
apenas sentí el golpe. Mi bandeja con completos me esperaba. Los altavoces del retail suenan con claridad.
«Estimados clientes,
lamentamos informar el cierre de la tienda debido a un procedimiento policial.
Se les pide retirarse inmediatamente y así facilitar el…».
Como era el único idiota
desmayado por los completos, permiten que me quedara media hora más. Tengo que
llenar un papeleo de prevención de riesgos: el protocolo del imbécil que se
desmaya por comer basura barata.
Me asomé desde el tercer
piso, mascando la vienesa con mostaza, viendo a los pacos sacar fotos y tapando
cuerpos; ni siquiera estaban tan buenos como los imaginaba. ¿Cómo chucha
aparecieron esos güeones tan rápido en una escena del crimen? Habían muerto
unas diez personas, no tardarían en verse a través de las cámaras. Varios de
los que cayeron fueron por mi culpa.
Seguí comiendo. Así empecé
mi cumpleaños.