Traía conmigo cien mil pesos en efectivo. La gabardina de color piel cubría muy bien el maletín, además de la lluvia que caía copiosamente por la calle. Alejándome del auto, salté entre los charcos para aproximarme al edificio. Le di la vuelta y, como me dijeron, dí cinco fuertes golpes a la puerta trasera. La rejilla se abrió emitiendo un chirrido casi imperceptible y una ojos al otro lado me preguntaban: "¿En el nombre de quién?", a lo que le respondí, "Cien mil pesos".
La puerta se abrió y un intrigante aroma a drogas y tabaco me inundó. El tipo que abrió ya no estaba, mientras me adentraba en la espesa nube tóxica que inundaba el lugar. De todas las puertas que allí habían, debía seguir "la última al fondo" como me lo explicó mi informante. Nuevamente, otra rejilla se presentaba, en donde una vez mas tuve que repetir la contraseña, "Cien mil pesos".
Otro ambiente había aquí. Incienso, velas y... un pentagrama... con una... cabeza de oveja... en el centro... "Ok", fue lo único que pensé mientras intentaba ignorar aquello. Al fondo de la sala, estaba el confesionario, donde me esperaba mi informante. Me acerqué hacia él y le dije: "¿Cien mil grandes, cierto?". Sin responderme, tomó el maletín por debajo.
- ¿Qué buscas hijo mío?.
- Un consejo padre. Digamos que... estoy en un aprieto mas ilegal de lo usual esta vez.
- Nunca me sorprendes hijo... nunca. Cuéntame.
- Tiene trece años padre, trece. Ella es muy bonita y no actúa como si tuviera esa edad, es simplemente...
- Tenis' que puro violarla.- sentenció el padre, quién de inmediato se esfumó en un ascensor oculto hacia el otro piso, quizá, a atender otra consulta. "Gracias padre", le dije a la nada mientras secaba las lágrimas de mis ojos. El padre siempre me emocionaba con sus palabras.