martes, 14 de julio de 2015

@Micro 30, "El legado de Poseidón"

Me levanté de entre los escombros. Sentí de inmediato la helada brisa que corría a través de aquel agujero en la pared. Parecía como si hubiesen lanzado un misil justo en la ala izquierda de la cárcel. Trozos de cemento de diversos tamaños estaban esparcidos por todo el pasillo. Uno de los fierros que sobresalían del concreto me había arañado el antebrazo, dejando la carne expuesta. Las manchas de sangre seca y polvo daban cuenta que estaba allí hace horas.
Cuando comienzo a fijar la mirada hacia el cráter, me doy cuenta de la revuelta que yacía en el patio, o como le llamábamos "El recreo". Ningún guardia estaba de pie, sino que todos amordazados contra las rejas de las multicanchas, mientras que la puerta principal estaba abierta y todos corrían con estoques y armas hechizas hacia la libertad.
El brazo me ardía, pero no fue impedimento para caminar cojeando hacia la dificultosa bajada, en dirección al recreo. Evitando caer, mi descenso fue lento y trabajoso. Sin duda algunos reos habían muerto, así como también el personal de la cárcel. Papeles sobrevolaban por todo el aire, los cuales deben haber provenido justamente del piso superior de la ala izquierda. Allí estaban los expedientes, las sanciones, las condenas... "Adiós cadena perpétua", pensé mientras llegaba al final del camino.

Los guardias me insultaban, se retorcían y sus pies lanzaban intentos de patadas contra mí. Dentro de ellos estaba Edison, el que me golpeaba siempre que creía que andaba en algo extraño. Le asesté un preciso escupitajo en la cara junto con una patada en sus testículos. Le dí una pequeña sonrisa y seguí. En la cárcel ya no quedaba nadie, salvo aquellos que aún estaban robando o buscando a sus compañeros.
Cuando llegué a la entrada, el aire me acariciaba. Era puro, sin sudor, sin lágrimas, sin rabia o pena. Era aire, aire de libertad. Los 30 años dentro de esta pocilga se veían distantes ahora que le daba una última mirada al martirio. Llegue a la punta del acantilado, en donde el mar chocaba furioso contra las rocas. Cubriéndome del sol con mi mano, pude enfocar la mirada hacia las turbulentas aguas, donde veía a los reos nadar hacia el país que los trajo a la cárcel... ese delgado y largo país.
Fue allí cuando el mar se alzó. De la nada, las nubes negras aparecieron y mis compañeros se esfumaron. La tormenta era ensordecedora y la marea muy fuerte. Decidido, tomé un impulso necesario dispuesto a saltar. Nada ni nadie me impediría hacerlo. Excepto él.
Un majestuoso ser se levantó desde el agua. Su cetro era mucho mas alto que toda la cárcel y sus ojos se asomaban dentro de aquella cara llena de espeso pelo blanco. Su cuerpo lleno de musculatura cambiaba de color, sus tonos variaban de azul a verde y ni los rayos o la marea parecía afectarle. Caí al suelo sobre mi trasero y mi mente solo se quedaba en blanco observando aquel espectáculo.
"Estoy muriendo", me dijo la bestia con una voz raspada pero que se podía escuchar en todo el lugar. "Tu serás uno de muchos que protegerán el mar y sus aguas... mi discernimiento no es el correcto hace mucho, por lo que espero no equivocarme... ¿Estás dispuesto a cuidar mi legado?", me preguntó el ser, mientras la cárcel se derrumbaba poco a poco. Tan solo le asentí temerosamente cuando sus ojos brillaron con un fulgor inexplicable, para luego solo ver oscuridad.

Cuando pude abrir mis ojos, me encontraba sentado en una oficina. No tenía frío, no me dolía el antebrazo y la cárcel era un vago recuerdo. Había un pequeño aviso en la puerta que decía "Gerente", lo que me pareció mas extraño aún. Me levanto de la cómoda silla y observo por la ventana. En el innecesario pasto que crecía a la entrada del lugar, estaba incrustado como un tótem un cartel que decía: "Aguas del valle, Gerencia Regional". Sonreí y me volví a sentar en mi nueva oficina.