Temíamos lo peor. El coche se había estrellado con el poste de luz, botándolo sobre el otro auto; el causante de todo este accidente. Ahora, estábamos todos apostados. Cuatro patrullas rodeaban la escena, cada uno con tres policías esperando la señal de fuego, excepto uno, yo, el hüeón que tenía que convencerlo de que no dejara la pura zorra.
- ¡Las mano' en alto! ¡Sube las manos, hüeón! ¡Súbelas!– mi garganta ya se estaba desgastando al igual que los oídos de mis compañeros. Tenia la pura caga' en verdad, pero de todas formas no quería que nadie muriese por la paja que me daba gritar ese día.
Para nuestra sorpresa, el sujeto que conducía el auto causante del accidente se incorporó como si nada. La ausencia de su polera nos mostró todo su torso tatuado, con símbolos extravagantes, raros, inusuales, bizarros, nosé... no sabría describirlos bien pero uta', eran hartos. El tipo subió las manos a la cabeza y comenzó a reír, hacia el aire, hacia la nada. Sus carcajadas llenaban toda la calle, por lo que muchas casas aledañas a la zona comenzaron a prenderse, mientras que gente en pijama salía a mirar con sus bebés llorando en los brazos.
Cuando me disponía a decirle que se diera vuelta y se pusiera boca abajo, las luces de los postes y de las patrullas explotaron. Si, explotaron de repente. Todos nos agachamos, algunos transeúntes gritaron. Mi capitán disparó sin alertarnos, por lo que lo seguimos. El condenado recibió casi todas las putas balas, como un campeón, cayendo como un saco al suelo. Cuando el jefe hizo el ademán de que nos detuviesemos, mi pulso temblaba, tenia miedo, sentí que en algo nos equivocamos, que algo pasamos por alto.
Era Agustín, el comandante de la comisaría de la ciudad. Para cuando el sepulcral "oooooh..." se dejó sentir entre nosotros, los tatuajes del comandante Agustín se desprendieron de su cuerpo mientras este vomitaba sin parar. Sus tatuajes se desprendieron de él, atacándonnos a nosotros y a las personas. El comandante mutó en una bestia negra, peluda y con cara de toro. Estabamos todos heridos, la gente ya había desaparecido y la bestia no se dejó esperar, gritando su victoria a todo el cielo.
De su mano brillaba algo, el cual se iluminaba con el fuego que emanaba de los autos destrozados. Yo lo conocía muy bien, era ese veneno, era esa mierda, esa porquería capaz de transformar a cualquier ser humano. La inconfundible etiqueta no podía ser otra, era Coñac el gaitero.
- ¡Las mano' en alto! ¡Sube las manos, hüeón! ¡Súbelas!– mi garganta ya se estaba desgastando al igual que los oídos de mis compañeros. Tenia la pura caga' en verdad, pero de todas formas no quería que nadie muriese por la paja que me daba gritar ese día.
Para nuestra sorpresa, el sujeto que conducía el auto causante del accidente se incorporó como si nada. La ausencia de su polera nos mostró todo su torso tatuado, con símbolos extravagantes, raros, inusuales, bizarros, nosé... no sabría describirlos bien pero uta', eran hartos. El tipo subió las manos a la cabeza y comenzó a reír, hacia el aire, hacia la nada. Sus carcajadas llenaban toda la calle, por lo que muchas casas aledañas a la zona comenzaron a prenderse, mientras que gente en pijama salía a mirar con sus bebés llorando en los brazos.
Cuando me disponía a decirle que se diera vuelta y se pusiera boca abajo, las luces de los postes y de las patrullas explotaron. Si, explotaron de repente. Todos nos agachamos, algunos transeúntes gritaron. Mi capitán disparó sin alertarnos, por lo que lo seguimos. El condenado recibió casi todas las putas balas, como un campeón, cayendo como un saco al suelo. Cuando el jefe hizo el ademán de que nos detuviesemos, mi pulso temblaba, tenia miedo, sentí que en algo nos equivocamos, que algo pasamos por alto.
Era Agustín, el comandante de la comisaría de la ciudad. Para cuando el sepulcral "oooooh..." se dejó sentir entre nosotros, los tatuajes del comandante Agustín se desprendieron de su cuerpo mientras este vomitaba sin parar. Sus tatuajes se desprendieron de él, atacándonnos a nosotros y a las personas. El comandante mutó en una bestia negra, peluda y con cara de toro. Estabamos todos heridos, la gente ya había desaparecido y la bestia no se dejó esperar, gritando su victoria a todo el cielo.
De su mano brillaba algo, el cual se iluminaba con el fuego que emanaba de los autos destrozados. Yo lo conocía muy bien, era ese veneno, era esa mierda, esa porquería capaz de transformar a cualquier ser humano. La inconfundible etiqueta no podía ser otra, era Coñac el gaitero.