sábado, 8 de octubre de 2016

@Micro 108, "El hechizo"

Cuando llegamos a la playa, lo primero que noté fue la entrada del acantilado. Descendí del vehículo y le pagué lo acordado al chófer, cerrando la puerta y quedando a la deriva, allí sobre la arena que pareció jamás será tocada por el agua. Los roqueríos eran de todo tipo de formas y tamaños, con las aves que sobrevolaban en búsqueda de invisibles presas para mis ojos.
Escalé las primeras rocas que separaban la tierra del mar, incrustándose en mis descuidados pies los restos de conchas y piedrecillas de la orilla. Al tocar la espumosa y helada agua que azotaba las rocas, presentí la pesada mirada de alguien o algo, desde la entrada del acantilado sobre el mar.
Luego de haber alcanzado la cima del risco sobre las inquietas aguas, observé mis manos al sentir el ardor de las heridas producto de la escalada. Apreté los puños pasando por alto aquel malestar y cerré los ojos, dejando que mis pulmones se llenaran de aquella fría brisa que me recomponía a cada segundo.
Al pasar mis manos sobre las rocas de la oscura entrada, el calor que emanaban me hizo retirarlas de inmediato. Allí dentro era un horno, que sin explicación tenía una temperatura totalmente opuesta al viento de la costa, el que parecía jamás alcanzar la profunda cueva.
Tal como lo esperé, los escalones descendían hacia una eterna oscuridad. El paso del tiempo hacía que se despedazaran con cada una de mis pisadas, al comenzar el descenso hacia lo que busqué. Bajé suficientes metros hasta que el calor comenzaba a ser insoportable, y tuve que tomar una decisión: salir y dejar la tarea una vez más incumplida, o seguir hasta el final sin importar si sobrevivía.
Al pisar el agua que apareció súbitamente al finalizar el último peldaño, me percaté que las rocas ya no estaban hirviendo, y un viento inusual me refrescaba en el fondo del acantilado.
Restregué mis ojos para observar aquel mar de color turquesa, el que parecía ir cambiando de tonos cada vez que abría y cerraba mis párpados. “Este es el lugar”, pensé mientras abrí la mochila en búsqueda del antiguo libro con el que completaría mi objetivo.
Abriéndolo con sumo cuidado en la página que había marcado, las viejas palabras aún eran visibles incluso en esa profunda oscuridad en la que me sumergí, donde dichas letras brillaban del mismo color que el agua, también variando de color al igual que esta. Comencé a recitar el conjuro en voz baja, mirando hacia aquel océano subterráneo en donde las leyes físicas parecían no tener cabida. Lo hice varias veces hasta que la familiar mirada estuvo allí, justo al frente de mí.
El largo y húmedo cabello blanco caía sobre los desnutridos pechos, mientras que aquella mirada me generaba un miedo que debía ignorar, como si fueran más oscuros que la misma penumbra, haciéndome recordar que aquella bruja alguna vez fue una mujer. La quedé mirando un largo rato hasta que comencé a leer el conjuro una vez más, en voz alta.
-    ¡Noooooooooooooo…! –El rugido de la bruja resonó en toda la caverna y en mis oídos, haciendo vibrar con ello un sinnúmero de olas que azotaron la salida de los escalones, impidiendo que pudiera terminar con el hechizo.
-        ¡Tu poder se termina hoy, hermana! –Grité a la mujer que alguna vez quise, mientras que ella se deslizaba hacía mi por sobre el agua.
-     ¡¿Terminado?! –Su cara esta vez se deformó completamente, y su cuerpo comenzó a evaporarse en un calor abrasador, haciendo que el agua adquiriera diversos tonos rojos, los mismos que ahora tenía puestos en su piel y en las letras del conjuro, que desprendían un fulgor como si supieran lo que ocurriría.– ¡Jamás terminar!
La bruja levantó ambos brazos, formando dos enormes torbellinos de agua de un intenso color rojo, que poco a poco fueron convirtiéndose en dos columnas gigantes de fuego danzantes, repletas de llantos, lamentos y gritos de odio; eran de todos los asesinados por ella. Grité el conjuro, suprimiendo el dolor de mi piel quemada por la magia que me incineraba.
Exhalé un último gran aliento antes de sentir el dolor. Más allá de la carne, de mi piel quemada y los huesos que se asomaban en mis brazos y dedos, mi hermana era el verdadero sufrimiento que sentía en aquel instante.     Busqué la salida desesperado, aún con mi hermana en los brazos y con la vida apunto de irse de ella, mientras que el sitio comenzó a temblar bajo mis pies y a desmoronarse con un enorme estruendo, levantando el polvo de siglos junto con las rocas que se deslizaban cuesta abajo. El calor se intensificaba y el peso de mi hermana se duplicaba, como si una extraña fuerza no deseaba que me la llevara.
-        De… Deja… Déjame –murmuró a duras penas.
-        Al menos esta vez… Déjame llevarte a casa –respondí al salir de la entrada mientras que todo colapsaba a nuestras espaldas. Salté con ella en mis brazos, en una estrepitosa caída al mar.

El frío del agua petrificó mi cuerpo, donde mis pulmones sintieron la gran bocanada de helado líquido que me impidió nadar más. Luché por salir a flote, pero algo me arrastraba desde el pie. Mis ojos sufrieron al abrirlos bajo el salado mar, pero necesitaba corroborar mi temor: el demonio había vuelto por mi hermana.