Cuando llegamos a la playa, lo primero que
noté fue la entrada del acantilado. Descendí del vehículo y le pagué lo
acordado al chófer, cerrando la puerta y quedando a la deriva, allí sobre la
arena que pareció jamás será tocada por el agua. Los roqueríos eran de todo
tipo de formas y tamaños, con las aves que sobrevolaban en búsqueda de
invisibles presas para mis ojos.
Escalé las primeras rocas que separaban la
tierra del mar, incrustándose en mis descuidados pies los restos de conchas y
piedrecillas de la orilla. Al tocar la espumosa y helada agua que azotaba las
rocas, presentí la pesada mirada de alguien o algo, desde la entrada del
acantilado sobre el mar.
Luego de haber alcanzado la cima del risco
sobre las inquietas aguas, observé mis manos al sentir el ardor de las heridas
producto de la escalada. Apreté los puños pasando por alto aquel malestar y
cerré los ojos, dejando que mis pulmones se llenaran de aquella fría brisa que
me recomponía a cada segundo.
Al pasar mis manos sobre las rocas de la
oscura entrada, el calor que emanaban me hizo retirarlas de inmediato. Allí
dentro era un horno, que sin explicación tenía una temperatura totalmente
opuesta al viento de la costa, el que parecía jamás alcanzar la profunda cueva.
Tal como lo esperé, los escalones descendían
hacia una eterna oscuridad. El paso del tiempo hacía que se despedazaran con
cada una de mis pisadas, al comenzar el descenso hacia lo que busqué. Bajé
suficientes metros hasta que el calor comenzaba a ser insoportable, y tuve que
tomar una decisión: salir y dejar la tarea una vez más incumplida, o seguir
hasta el final sin importar si sobrevivía.
Al pisar el agua que apareció súbitamente al
finalizar el último peldaño, me percaté que las rocas ya no estaban hirviendo,
y un viento inusual me refrescaba en el fondo del acantilado.
Restregué mis ojos para observar aquel mar de
color turquesa, el que parecía ir cambiando de tonos cada vez que abría y
cerraba mis párpados. “Este es el lugar”,
pensé mientras abrí la mochila en búsqueda del antiguo libro con el que
completaría mi objetivo.
Abriéndolo con sumo cuidado en la página que
había marcado, las viejas palabras aún eran visibles incluso en esa profunda
oscuridad en la que me sumergí, donde dichas letras brillaban del mismo color
que el agua, también variando de color al igual que esta. Comencé a recitar el
conjuro en voz baja, mirando hacia aquel océano subterráneo en donde las leyes
físicas parecían no tener cabida. Lo hice varias veces hasta que la familiar
mirada estuvo allí, justo al frente de mí.
El largo y húmedo cabello blanco caía sobre
los desnutridos pechos, mientras que aquella mirada me generaba un miedo que
debía ignorar, como si fueran más oscuros que la misma penumbra, haciéndome
recordar que aquella bruja alguna vez fue una mujer. La quedé mirando un largo
rato hasta que comencé a leer el conjuro una vez más, en voz alta.
- ¡Noooooooooooooo…! –El rugido de la bruja resonó en toda la caverna y
en mis oídos, haciendo vibrar con ello un sinnúmero de olas que azotaron la
salida de los escalones, impidiendo que pudiera terminar con el hechizo.
-
¡Tu poder se termina hoy, hermana! –Grité a la mujer que alguna vez
quise, mientras que ella se deslizaba hacía mi por sobre el agua.
- ¡¿Terminado?! –Su cara esta vez se deformó completamente, y su cuerpo
comenzó a evaporarse en un calor abrasador, haciendo que el agua adquiriera
diversos tonos rojos, los mismos que ahora tenía puestos en su piel y en las
letras del conjuro, que desprendían un fulgor como si supieran lo que
ocurriría.– ¡Jamás terminar!
La bruja levantó ambos brazos, formando dos
enormes torbellinos de agua de un intenso color rojo, que poco a poco fueron
convirtiéndose en dos columnas gigantes de fuego danzantes, repletas de
llantos, lamentos y gritos de odio; eran de todos los asesinados por ella.
Grité el conjuro, suprimiendo el dolor de mi piel quemada por la magia que me
incineraba.
Exhalé un último gran aliento antes de sentir
el dolor. Más allá de la carne, de mi piel quemada y los huesos que se asomaban
en mis brazos y dedos, mi hermana era el verdadero sufrimiento que sentía en
aquel instante. Busqué la salida
desesperado, aún con mi hermana en los brazos y con la vida apunto de irse de
ella, mientras que el sitio comenzó a temblar bajo mis pies y a desmoronarse
con un enorme estruendo, levantando el polvo de siglos junto con las rocas que
se deslizaban cuesta abajo. El calor se intensificaba y el peso de mi hermana
se duplicaba, como si una extraña fuerza no deseaba que me la llevara.
-
De… Deja… Déjame –murmuró a duras penas.
-
Al menos esta vez… Déjame llevarte a casa –respondí al salir de la
entrada mientras que todo colapsaba a nuestras espaldas. Salté con ella en mis
brazos, en una estrepitosa caída al mar.
El frío del agua petrificó mi cuerpo, donde
mis pulmones sintieron la gran bocanada de helado líquido que me impidió nadar
más. Luché por salir a flote, pero algo me arrastraba desde el pie. Mis ojos
sufrieron al abrirlos bajo el salado mar, pero necesitaba corroborar mi temor:
el demonio había vuelto por mi hermana.