El humo sobre mi cabeza danzaba al ritmo de la música, la que escuchaba pero no podía oír. Se transformaba en formas y deshacía en hilos grises, los que se perdían en el techo del lugar: una casa de modelos repetidos promedio.
Mis brazos, al igual que mis piernas, estaban dormidos y no respondían a ningún estímulo que pudiese darles. Ni siquiera el ver mi vaso vacío permitía que mi cuerpo reaccionara; mi cuerpo estaba en paz.
El inconsciente, al contrario, se movía junto al humo y la música. Mis ideas se amontonaban y enredaban como los audífonos, en un enmarañado de cuestionamientos, temores, dudas e insignificancias, las que a ojos de los demás presentes en la casa, les era totalmente ajeno; sonreía de pura e inocente alegría.
La silueta se materializa antes que mis ojos pueda despegarse de lo que sea que mi mente entendía. Al inclinarse a un costado del sillón, siento sus pechos posarse levemente sobre mi hombro izquierdo, mientras sus manos le sirven de apoyo sobre el sillón. A medida que su cara se acerca a mi oído, y sin usar perfume, siento su esencia, su aroma, su grito en mi olfato; sé quién es.
Nueve consonantes. Siete vocales. Dos signos de interrogación. Ninguna tilde. Una retórica que me calla cualquier pensamiento, como un relámpago en el medio de la noche: la luz que asesina a la pálida.
“¿Vamos a acostarnos?”.
No lo podía creer.
Por primera vez en mi vida, me sentí deseado.