viernes, 18 de marzo de 2022

¡Que el dios que inventaste te perdone!



No era la primera vez que me tocaba un cura.

        Luego de ser varias veces monaguillo (quién pasa el cáliz, dobla las servilletas de tela o hace sonar la campana durante la eucaristía de la misa) en cada una de las ocasiones terminábamos en privado con ellos, quiénes uno a uno nos hacían pasar a la pieza para recibir la bendición por nuestros servicios.
Uno que otro de estos repugnantes “hombres de fe” no tenían vergüenza alguna a la hora de abrazarnos fuerte, besarnos en la boca o tocarnos el pene con tal de culminar una larga jornada religiosa dentro de la casa del señor. Puertas cerradas con seguro. Cortinas abajo. Tiempos sin celulares para grabar. Mucho temor para hablar. Mucho temor para decir “no”.
 
        Pero nuestras sonrisas no defraudaban en la catequesis, a la hora de pedir el diezmo o recibir “el cuerpo de Cristo”, mientras sentíamos la mirada de ellos al dar un sorbo a ese barato vino dulce. Se relamían los labios tal cual lo hacían cuando nos desvestíamos para ellos, mientras se masturbaban con sus malolientes e insignificantes miembros; se persignaban antes y después de eyacular, era la señal para empezar la asquerosidad que dejaban. Decían que aún no estábamos en edad para recibir el “la bendición del edén”.
 
        Es difícil entender a los adultos cuando tienes diez años. Cuesta aún más cuando tú te conviertes en uno. Cuando te das cuenta de las cosas que pasaron y como cada uno de estos sucesos repercute en tu vida de a poco, como el vino que se avinagra si no te lo tomas. Todo se entinta de rabia, pena y asco. Te culpas por haber sido tan imbécil, ingenuo y cobarde. Pero no te culpas de haber sido inocente. De no entender el juego en el que te estabas metiendo cuando te lo venden como el perdón de tus pecados y el sacrificio de la fe. No tardé en entenderlo cuando dejé el colegio, pero los nuevos problemas de la universidad, los amores, drogas y el trabajo fueron omitiendo cada vez el dolor. Pero no era más que pasta muro sobre la grieta, suero sobre la herida abierta para evitar que el pus te devore; allí estaba la cicatriz, tal cual hace 30 años.
 
        Con recurrencia tengo el sueño del cura ahorcándome contra una pared para que no cuente nada de lo que hacemos después de las misas. Cuando me saca de la pieza me da un palmazo. Los otros monaguillos no tuvieron tanta suerte. Los escuché gimiendo de dolor tras la puerta. El pequeño crucifijo que colgaba de la pared se cae luego de los golpes que se escuchan al otro lado; el sonido de una pelvis contra la otra. Por primera vez pongo atención a los ojos de Jesús, mirando hacia arriba pidiendo misericordia. O quizás confuso por saber que iba a morir, de haber sido abandonado. La imagen de su cara sangrienta y su mirada perdida es lo que me despierta
 
        Es Abril del 2010. Domingo. No iba a las misas. Judith y mi hija no lo aprobaban pero me dejaban por trabajar hasta tarde los sábados. Siempre buscaba excusas para decirles que no a la iglesia, Cristo o cualquier actividad religiosa. Me declaraba un creyente para todos, pero en el fondo de mí, un demonio esperaba por salir. Y salió, una vez que prendí la tele.
 
        La iglesia en donde habían ocurrido las atrocidades de estos repugnantes pedófilos había sido denunciada por tres víctimas.
 
        Me subí al auto y partí sin un rumbo fijo. Llegué a un mirador de la ciudad donde podía recibir la poca brisa capitalina. Encendí un cigarro. Luego encendí otro. Luego se había acabado la cajetilla y tenía diez llamadas perdidas. “Amor, viste las noticias? Denunciaron a la parroquia de…”. No era necesario abrir el Whatsapp para leer el resto. Judith no merecía saberlo. Mucho menos mi hija. Una vez más elegí disimular, tragar. Pero desde las sombras, mi atención al caso se perpetuó en mi mente.
Los años pasaron y pese a las denuncias, la visita del papa y las pruebas irrefutables, la única justicia que llegó fue “un retiro a una vida de oración y penitencia”.
 
Es Noviembre del 2019. Noche de miércoles. Mi último turno dentro del hogar de ancianos San Juan de Dios. Luego de un inesperado cambio de trabajo que sorprendió a familiares y amigos, decido abandonarlo todo por trabajar aquí
 
        En mi mano izquierda sostengo una pequeña hacha de camping para cortar madera. En la otra, una escopeta con ocho tiros disponibles. Karadima de 89 años aparenta no entender nada, pero tras sus arrugas y lunares en la cara, bronconeumonía, insuficiencia renal, hipertensión y diabetes, logra entender cuando abre sus ojos. Él no tiene idea de quién soy, pero entiende el por qué vengo a juzgarlo. El por qué vengo a hacer la justicia. El por qué mi monstruo ha ideado el plan que hoy termina.
- Esa cara quería ver –le digo, quitándome la capucha–. Esa cara de terror y desconcierto. Pero tranquilo. Shh, shh. No llores –continuo, bajando la voz en un tono misericordioso y acariciando sus canosas mechas de cabello.
 
        Le hecho una mirada al monitor que me mantiene al tanto de sus signos vitales en caso de que no lo resista, mientras que las drogas que me conseguí en la enfermería del hogar hacen que esté despierto el tiempo suficiente sin que tenga un paro cardíaco.
 
        - ¿Sabes? Es curioso como todo se fue conformando para que yo esté aquí –digo, peinándolo con el hacha. El bastardo temblaba. Su ritmo cardíaco aumentó a 70 y 130–. En este día, en pleno mes de María. ¿Te parece si cantamos una canción?
 
        La mordaza funcionaba a la perfección. Los gritos ahogados del viejo era el suero que sanaba la cicatriz. “Con flores a María… que madre nuestra es”, canto mientras blando el hacha cerca de su pierna.
        - Fue el mes en que me invitaste a ser monaguillo. El mes en que convenciste a mis padres de hacerlo. Muy persuasivo y manipulador el padre Karadima –dije, mientras le daba la espalda y sentí hervir mi sangre–. Te llevé unas calas ese día. Muy bonitas. ¿Recuerdas mi cara de alegría?
El hacha cayó con fuerza en su muslo derecho. Le puse rápidamente el torniquete y unas vendas, curándolo rápidamente. El viejo lloraba.
        - Mi trauma comenzó ese día, Padre. ¿Lo sabe? ¿No? ¡¿Si?! –grito, golpeándolo con la culata de la escopeta en el pene. Él lo siente. Sus ojos se aprietan. Las lágrimas brotan. La frecuencia cardíaca aumenta pero no demasiado. Me logro calmar–. Hace poco leí un libro. Se llama “Canción de hielo y fuego”. En uno de los capítulos una sacerdotisa es bendecida por el fuego. ¿Sabes cuál es su frase insigne de la religión que profesa? “La noche es larga y está llena de terrores”. No creen en Dios, la iglesia o la biblia, salvo en el fuego como la única forma de encontrar la verdad, incluso si eso trae consigo tu muerte. Pero la noche… esta noche, Karadima…
 
        Es la madrugada de jueves en una abandonada bodega en las afueras de la capital. Termino de hacerle las curaciones a Karadima luego de haberle reventado un brazo con dos disparos de la escopeta y pequeños pero dolorosos cortes por todo el cuerpo. El viejo se había desmayado pero despertó de inmediato con el tercer escopetazo en la mano derecha. Su muñón sangrante y las puntas de los huesos del brazo era como una obra de arte dadaísta. Más torniquetes y yeso. Más sedantes. Más golpes en las costillas y más dedos cortados. Pensé que no duraría más allá de dos horas, pero el viejo había conseguido aguantar toda la madrugada.
        - Ya en verdad no sé si me escuchas, Fernando –digo, sentado a los pies de la cama improvisada–. Pero el monitor me dice que sigues aquí. Quizá te preguntas que hiciste para merecer esto. ¿No? No, no creo que te preguntes eso. O quizá te preguntas si irás al infierno después de que te reviente el pene o te vuele los sesos. ¿No? Si, tampoco lo creo. Aunque no toda tu vida fue en vano, Fernando.
 
        Lo pateo al suelo antes que sus signos vitales se pongan más críticos. El viejo rueda por el suelo quedando al descubierto sus caídas nalgas. Los catéteres se desprenden haciendo que la sangre vuelva a brotar. Las vendas se ensangrientan en segundos. Los últimos gemidos de dolor de Fernando Karadima son solo escuchados por mí.
        - Yo te perdono, Fernando. Tus pecados han sido absueltos –le digo, mientras lo pongo en cuatro y le meto la punta de la escopeta en el ano–. Y yo, soy el ángel que te guiará al reino de los cielos.
 
        Sigue siendo un jueves por la tarde de Noviembre del 2019. Todos los pacos, ratis y milicos están preocupados del estallido social. Nadie busca a Karadima. Su cuerpo desangrado entra en rigor mortis. No había justicia en un país netamente católico. Llevaba la tercera cajetilla cuando siento que mis pulmones ya no podían más, así como tampoco podían mis ojos. Lo había llorado todo mientras reía a carcajadas. “¿Era esto lo que querías?” pregunto en voz alta.
 
        El fuego consume rápidamente el cuerpo de Fernando Karadima. Le lanzo un escupe antes de irme del lugar. Vuelvo a sonreír cuando veo a mi hija. Judith me pregunta como estuvo la pega.
- Cansadora –contesto–. Como siempre, mi amor.