No era “Romano” ni mucho menos un “Coliseo”. De hecho, cualquier
forma de tratar de darle un sentido al nombre de ese programa de televisión era
inverosímil.
Venía de despertar de una
terrible caña del día anterior, muy lejano a mi casa. Para solventar el dolor,
me gustaba tomar un jugo de frutas de los venezolanos (esenciales vitaminas
después de tanto vino) y sentarme en una de las bancas de la plaza principal de
la ciudad.
La vida reflejada en las caras
de las personas me permitía barajar una gama de posibilidades que pudiesen
estar cargando sobre sus hombros. Las miradas, las expresiones, el tono de voz,
la postura, la rapidez con que caminan, sus silencios. Todo era interpretable
bajo la mirada de ese tosco personaje de oscuras ropas que los miraba
indirectamente desde una de las bancas.
Como siempre, pasar
desapercibido era mi especialidad. Observar y analizar, lo único que se me daba
bien.
Quizás por lo absorto que estaba
en mis propios pensamientos, no había visto una fila que comenzaba a crecer en
las afueras, del ya extinto, teatro centenario (otra de esas edificaciones
culturales tan hermosas y tan antiguas, que nadie quiere licitar).
El último tipo en la fila nota mi curiosidad.
- - ¡Están pagando cinco lucas, hermanito!
- - ¿Cinco lucas pa’ qué?
-
¡Van a grabar un capítulo de Coliseo Romano! –grita el pobre tipo, con
una notoria exaltación que no logro comprender.
El aroma a butacas, polvo,
humedad y poco uso, solo era opacado por el sudor de las decenas de personas
que se atestaban por un buen puesto ante tamaña oportunidad de ser público en
un capítulo de un programa de la t.v.
Obviamente, a mí me importaba
una mierda; me senté lo más atrás que pude, antes que uno de los productores
empezara a dar órdenes de dónde y cómo teníamos que reaccionar.
- - ¡Ya! ¿Me escuchan? –preguntó sin micrófono el productor. El eco del
teatro se mantenía impecable–. Vamos a grabar unos minutitos de sólo risas,
¡¿ya?! Así que acérquense todos los que están atrás. Eso… Así… Y ríanse fuerte
y bien ruidosos noma’. ¿Tamos’ listos?
La idea de estar riéndonos
falsamente fue patética. Pero más allá de la grabación, el propósito era buscar
a las personas que se sentaran al frente, el verdadero público que mostrarían
mientras el resto no era iluminado; solo sombras en el fondo. Las más blancas,
los más rubios, los más expresivos y de dentaduras radiantes eran sacados de los
asientos y reacomodados, bajo los escrutinosos ojos del staff del programa que daban
vueltas, mirando fila por fila a los publicitariamente indicados.
- - Ya, ¡Paremos un poco, por favor! –gritó el productor–. Ahora necesito
que pifien lo más fuerte que puedan. Sin insultar eso si, ¿ya? ¿Tamos’ listos?
Tres, dos, uno...
A medida que fui creciendo, me
fue desagradando cada vez más la televisión. Pero luego de esto, era difícil
siquiera pensar en darle una oportunidad. Sentí vergüenza de ser parte de
tamaña mierda.
Otro productor sube al podio del
“Jurado”, lo acompaña Álvaro Salas, humorista deudor de pensión alimenticia.
Saluda alegre, desabrochando los botones de su terno y se sienta mientras
alguien se saca una foto con él.
A los minutos, que parecían
horas, aparece Kike Morandé. También lo hacen mis preguntas, “¿Qué clase de
jurado es este?”, “¿Qué hago aquí sentado por cinco lucas?”. Su sonrisa es
falsa, al igual que su tono de voz. Saluda a Álvaro como buenos compadres pos’
oye. Hace una especie de monólogo al público. Nos mira en menos a todos.
Muchos minutos después, aparece
Rocío Marengo. Al verla, en verdad no sabía que pensar. Era la primera vez que
veía a alguien de la tele tan de cerca y se notaba que era un tanto irreal.
Tenía un desplante y una belleza que jamás tomé en consideración hasta ese día.
A unos metros de mí, parecía una mujer irreal; simplemente era moldeada por la plástica
perfección estética de la televisión.
Ninguno de los participantes en
la siguiente hora y media me hizo reír. Y no solo a mi apatía, sino que a todos
por igual: una muerta audiencia que permaneció en silencio por la vergüenza
ajena. No hay mucho que agregar en eso, ya lo eliminé de mi mente.
Al terminar, una horda de
personas se subió a sacarse fotos, en orden de popularidad, con Rocío, Kike y
Álvaro. El cuarto jurado, el productor, se va sin ser tomado en consideración
por nadie. Lo veo ir tras el equipo de producción y conversar. Sus bocas se
mueven lo suficiente para entender lo que dicen. “Puta el público culiao’ malo,
no les paguemos ni una cagá”.
Pasada media hora de insultar y
discutir al equipo de Mega por los cinco mil pesos, decidí largarme: el hambre
me había ganado.
Ese tiempo, esas horas, jamás
volverán. Y el recuerdo de un programa de televisión, plantó los cimientos de
una creencia que se convirtió en mi verdad: la televisión abierta, es una
mierda.