sábado, 12 de junio de 2021

Coliseo Romano

 

No era “Romano” ni mucho menos un “Coliseo”. De hecho, cualquier forma de tratar de darle un sentido al nombre de ese programa de televisión era inverosímil.

Venía de despertar de una terrible caña del día anterior, muy lejano a mi casa. Para solventar el dolor, me gustaba tomar un jugo de frutas de los venezolanos (esenciales vitaminas después de tanto vino) y sentarme en una de las bancas de la plaza principal de la ciudad.

La vida reflejada en las caras de las personas me permitía barajar una gama de posibilidades que pudiesen estar cargando sobre sus hombros. Las miradas, las expresiones, el tono de voz, la postura, la rapidez con que caminan, sus silencios. Todo era interpretable bajo la mirada de ese tosco personaje de oscuras ropas que los miraba indirectamente desde una de las bancas.

Como siempre, pasar desapercibido era mi especialidad. Observar y analizar, lo único que se me daba bien.

Quizás por lo absorto que estaba en mis propios pensamientos, no había visto una fila que comenzaba a crecer en las afueras, del ya extinto, teatro centenario (otra de esas edificaciones culturales tan hermosas y tan antiguas, que nadie quiere licitar).

El último tipo en la fila nota mi curiosidad.

-          -    ¡Están pagando cinco lucas, hermanito!

-          -    ¿Cinco lucas pa’ qué?

-          ¡Van a grabar un capítulo de Coliseo Romano! –grita el pobre tipo, con una notoria exaltación que no logro comprender.

El aroma a butacas, polvo, humedad y poco uso, solo era opacado por el sudor de las decenas de personas que se atestaban por un buen puesto ante tamaña oportunidad de ser público en un capítulo de un programa de la t.v.

Obviamente, a mí me importaba una mierda; me senté lo más atrás que pude, antes que uno de los productores empezara a dar órdenes de dónde y cómo teníamos que reaccionar.

-          -    ¡Ya! ¿Me escuchan? –preguntó sin micrófono el productor. El eco del teatro se mantenía impecable–. Vamos a grabar unos minutitos de sólo risas, ¡¿ya?! Así que acérquense todos los que están atrás. Eso… Así… Y ríanse fuerte y bien ruidosos noma’. ¿Tamos’ listos?

La idea de estar riéndonos falsamente fue patética. Pero más allá de la grabación, el propósito era buscar a las personas que se sentaran al frente, el verdadero público que mostrarían mientras el resto no era iluminado; solo sombras en el fondo. Las más blancas, los más rubios, los más expresivos y de dentaduras radiantes eran sacados de los asientos y reacomodados, bajo los escrutinosos ojos del staff del programa que daban vueltas, mirando fila por fila a los publicitariamente indicados.

-          -     Ya, ¡Paremos un poco, por favor! –gritó el productor–. Ahora necesito que pifien lo más fuerte que puedan. Sin insultar eso si, ¿ya? ¿Tamos’ listos? Tres, dos, uno...

A medida que fui creciendo, me fue desagradando cada vez más la televisión. Pero luego de esto, era difícil siquiera pensar en darle una oportunidad. Sentí vergüenza de ser parte de tamaña mierda.

Otro productor sube al podio del “Jurado”, lo acompaña Álvaro Salas, humorista deudor de pensión alimenticia. Saluda alegre, desabrochando los botones de su terno y se sienta mientras alguien se saca una foto con él.

A los minutos, que parecían horas, aparece Kike Morandé. También lo hacen mis preguntas, “¿Qué clase de jurado es este?”, “¿Qué hago aquí sentado por cinco lucas?”. Su sonrisa es falsa, al igual que su tono de voz. Saluda a Álvaro como buenos compadres pos’ oye. Hace una especie de monólogo al público. Nos mira en menos a todos.

Muchos minutos después, aparece Rocío Marengo. Al verla, en verdad no sabía que pensar. Era la primera vez que veía a alguien de la tele tan de cerca y se notaba que era un tanto irreal. Tenía un desplante y una belleza que jamás tomé en consideración hasta ese día. A unos metros de mí, parecía una mujer irreal; simplemente era moldeada por la plástica perfección estética de la televisión.

Ninguno de los participantes en la siguiente hora y media me hizo reír. Y no solo a mi apatía, sino que a todos por igual: una muerta audiencia que permaneció en silencio por la vergüenza ajena. No hay mucho que agregar en eso, ya lo eliminé de mi mente.

Al terminar, una horda de personas se subió a sacarse fotos, en orden de popularidad, con Rocío, Kike y Álvaro. El cuarto jurado, el productor, se va sin ser tomado en consideración por nadie. Lo veo ir tras el equipo de producción y conversar. Sus bocas se mueven lo suficiente para entender lo que dicen. “Puta el público culiao’ malo, no les paguemos ni una cagá”.

Pasada media hora de insultar y discutir al equipo de Mega por los cinco mil pesos, decidí largarme: el hambre me había ganado.

Ese tiempo, esas horas, jamás volverán. Y el recuerdo de un programa de televisión, plantó los cimientos de una creencia que se convirtió en mi verdad: la televisión abierta, es una mierda.