Cuando subí al segundo piso de la capilla me encontré con un montón de artilugios cubiertos de polvo, tapados con sábanas blancas y algunos mas despreocupados, tan solo botados allí sin ningún orden. Cada pisada sobre el ruidoso piso de madera, soltaba el polvo que me obligaba a cubrir la cara para no estornudar. En el medio de ello, una escalera estaba apoyada en el techo, la que daba hacia el entretecho de la iglesia, justo donde se encontraba la campana.
Mientras afuera la gente estaba congregada fumando uno que otro cigarro, yo estaba decidido a quebrar la tranquilidad que allí reinaba. Mis manos me picaban por hacer sonar la condenada campana, la cuál no parecía haberse tocado en años. Ninguna luz existía allí, salvo la que entraba por una de las rendijas de la ventana, la luz del único poste de la esquina de la capilla.
Mientras afuera la gente estaba congregada fumando uno que otro cigarro, yo estaba decidido a quebrar la tranquilidad que allí reinaba. Mis manos me picaban por hacer sonar la condenada campana, la cuál no parecía haberse tocado en años. Ninguna luz existía allí, salvo la que entraba por una de las rendijas de la ventana, la luz del único poste de la esquina de la capilla.
Pensé que esta era la mía, que podría ser la única oportunidad de lograr el cometido, de romper los estatutos, de generar el ruido necesario para concretar el objetivo final.
Como si fuese algo muy cotidiano de hacer, me escupí las manos con un rotundo poyo sacado de lo mas profundo de mis entrañas, el cual froté con mis palmas para obtener la fricción necesaria para no rompérmelas y hacer sonar la condenada campana.
Las desiertas calles se vieron inundadas con el característico sonido de la capilla, las cabezas de los asistentes voltearon de inmediato hacia la cúpula, apuntando hacia la ventana que se abría y el idiota que se asomaba con una clara sonrisa de oreja a oreja; las manos alzadas pidiendo su atención y lanzando la gran interrogante: "Cabros, ¿¡Quién tiene mano?!".
Como si fuese algo muy cotidiano de hacer, me escupí las manos con un rotundo poyo sacado de lo mas profundo de mis entrañas, el cual froté con mis palmas para obtener la fricción necesaria para no rompérmelas y hacer sonar la condenada campana.
Las desiertas calles se vieron inundadas con el característico sonido de la capilla, las cabezas de los asistentes voltearon de inmediato hacia la cúpula, apuntando hacia la ventana que se abría y el idiota que se asomaba con una clara sonrisa de oreja a oreja; las manos alzadas pidiendo su atención y lanzando la gran interrogante: "Cabros, ¿¡Quién tiene mano?!".