Todo se esfumaba de
mi.
Podría atribuirlo a un sinnúmero de factores que me agobiaban que no tendría ningún sentido escribirlos todos. Sin duda que una buena síntesis sería más práctico: pasado, presente, futuro. Miraba mis manos y las veía traslúcidas, de papel. Recuerdo cuando salí a las 4 de la mañana a conversar con una amiga. Meses más tardes pretendí que recordaba lo conversado, pero en verdad no tenía ni idea: estaba ebrio. Creo que su respuesta fue algo de la índole “estás perdido”. Con 10 años menos me podía leer como un libro abierto. Me sentí desnudo frente a ella. Esos ojos de color hacían lo suyo, miraban a través de mi alma. ¿Soy así de predecible?
Inclusive si me fuera a otro pueblo, ciudad, estado, país o continente, mierda, inclusive si me fuera a otro planeta, los demonios y fantasmas me acompañarían siempre. ¿La muerte será la única forma de callarlos? ¿El mantenerme ocupado juntando un dinero que en verdad no me importa más allá de la satisfacción inmediata? ¿En qué clase de vergüenza de ser humano me había convertido? ¿Hasta donde llegaba el dolor autoinflingido de mi corazón? ¿El dolor de mi alma convaleciente?
Era como ese muñón de pierna: sin brazos, sin cabeza. Estaba cansado de mi mismo. De mi apatía, de mi soledad, de mis penas, de mi mente, de ser mi propio crucifijo. Hasta lo notaba en las cosas que escribía. Redundantes en lo mismo. Ya no había ese sarcasmo, esa ironía, las bromas de adolescente o los pensamientos fugaces de cosas banales. El saber más me iba hundiendo más en mí. Lamentablemente, tenía que seguir fingiendo. Mi camino estaba firmado y encementado. Aplanado y rellenado. Como ese hermoso bosque en donde vivía que tarde o temprano se convertirá en más casas, condominios y departamentos para aquellos que comparten una vida familiar, los que se casan por la iglesia, los que reciben la suerte del amor de otro ser humano. Tampoco eso me satisfacía.
Había placer en la inmediatez del leer, del escribir. En terminar un juego, en completar una misión, en hacer reír a alguien que me gusta, en sentir el respeto de los seres queridos, en ver a mi gato, en juntar mi mejilla con una mujer al despertar, en consolarla sobre mi pecho o que ella lo hiciera en el suyo. Pero no era suficiente. El amor en bandeja lo tiraba por las escaleras. El respeto hacia mi mismo lo perdía en cada grito, en cada cigarro, en cada café amargo. Ni siquiera el desprenderme de la cotidianidad de las drogas era suficiente. Ni siquiera ver el retumbar de las olas en la solitaria costa. Ni siquiera el estar horas vagando por destinos desconocidos sentado en un bus. Me sentía vacío, triste, solitario, cansado, con un permanente dolor de cabeza, una cefalea crónica, un covid desde el día 0 de mi inmunda existencia.
Cuando apague este computador y mis dedos dejen de escribir, volveré a colocar los audífonos al máximo. Volveré a sentir la espada atravesando mi carne. Las uñas desgarrando mi cuello. El implacable techo que pronto dejará de estar. Los pies helados me lo recuerdan. La pálida sangre me lo recuerda. Las lágrimas sobre la cal me lo recuerdan. La canción que se repite en loop de una hora me lo recuerda.
Cargar el celular. Cargar el computador. Enderezar la espalda. Lavarse los dientes. Comer pan pelado. Tomar té sin azúcar. Mirar las estrellas. Subirme a la bicicleta. Ver mi sedentario cuerpo. Ver mi patético reflejo. No quería cambiar nada. No quería ser nada. Estoy condenado. Un pacto firmado. Debía enfrentar el game over. Debía asumir el KA. De pie y solo.